lunes, 28 de junio de 2010

¿Piensan los jóvenes?

Jaime Nubiola. Catedrático de Filosofía. Universidad de Navarra
La Gaceta de los Negocios, 20 de noviembre de 2007

La impresión prácticamente unánime de quienes convivimos a diario con jóvenes es que, en su mayor parte, han renunciado a pensar por su cuenta y riesgo. Por este motivo aspiro a que mis clases sean una invitación a pensar, aunque no siempre lo consiga. En este sentido, adopté hace algunos años como lema de mis cursos unas palabras de Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Philosophical Investigations en las que afirmaba que "no querría con mi libro ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios".
Con toda seguridad este es el permanente ideal de todos los que nos dedicamos a la enseñanza, al menos en los niveles superiores. Sin embargo, la experiencia habitual nos muestra que la mayor parte de los jóvenes no desea tener pensamientos propios, porque están persuadidos de que eso genera problemas. "Quien piensa se raya" -dicen en su jerga-, o al menos corre el peligro de rayarse y, por consiguiente, de distanciarse de los demás. Muchos recuerdan incluso que en las ocasiones en que se propusieron pensar experimentaron el sufrimiento o la soledad y están ahora escarmentados. No merece la pena pensar -vienen a decir- si requiere tanto esfuerzo, causa angustia y, a fin de cuentas, separa de los demás. Más vale vivir al día, divertirse lo que uno pueda y ya está.
En consonancia con esta actitud, el estilo de vida juvenil es notoriamente superficial y efímero; es enemigo de todo compromiso. Los jóvenes no quieren pensar porque el pensamiento -por ejemplo, sobre las graves injusticias que atraviesan nuestra cultura- exige siempre una respuesta personal, un compromiso que sólo en contadas ocasiones están dispuestos a asumir. No queda ya ni rastro de aquellos ingenuos ideales de la revolución sesentayochista de sus padres y de los mayores de cincuenta años. "Ni quiero una chaqueta para toda la vida -escribía una valiosa estudiante de Comunicación en su blog- ni quiero un mueble para toda la vida, ni nada para toda la vida. Ahora mismo decir toda la vida me parece decir demasiado. Si esto sólo me pasa a mí, el problema es mío. Pero si este es un sentimiento generalizado tenemos un nuevo problema en la sociedad que se refleja en cada una de nuestras acciones. No queremos compromiso con absolutamente nada. Consumimos relaciones de calada en calada, decimos "te quiero" demasiado rápido: la primera discusión y enseguida la relación ha terminado. Nos da miedo comprometernos, nos da miedo la responsabilidad de tener que cuidar a alguien de por vida, por no hablar de querer para toda la vida".
El temor al compromiso de toda una generación que se refugia en la superficialidad, me parece algo tremendamente peligroso. No puede menos que venir a la memoria el lúcido análisis de Hannah Arendt sobre el mal. En una carta de marzo de 1952 a su maestro Karl Jaspers escribía que "el mal radical tiene que ver de alguna manera con el hacer que los seres humanos sean superfluos en cuanto seres humanos". Esto sucede -explicaba Arendt- cuando queda eliminada toda espontaneidad, cuando los individuos concretos y su capacidad creativa de pensar resultan superfluos. Superficialidad y superfluidad -añado yo- vienen a ser en última instancia lo mismo: quienes desean vivir sólo superficialmente acaban llevando una vida del todo superflua, una vida que está de más y que, por eso mismo, resulta a la larga nociva, insatisfactoria e inhumana.
De hecho, puede decirse sin cargar para nada las tintas que la mayoría de los universitarios de hoy en día se consideran realmente superfluos tanto en el ámbito intelectual como en un nivel más personal. No piensan que su papel trascienda mucho más allá de lograr unos grados académicos para perpetuar quizás el estatus social de sus progenitores. No les interesa la política, ni leen los periódicos salvo las crónicas deportivas, los anuncios de espectáculos y algunos cotilleos. Pensar es peligroso, dicen, y se conforman con divertirse. Comprometerse es arriesgado y se conforman en lo afectivo con las relaciones líquidas de las que con tanto éxito ha escrito Zygmunt Bauman.
Resulta muy peligroso -para cada uno y para la sociedad en general- que la gente joven en su conjunto haya renunciado puerilmente a pensar. El que toda una generación no tenga apenas interés alguno en las cuestiones centrales del bien común, de la justicia, de la paz social, es muy alarmante. No pensar es realmente peligroso, porque al final son las modas y las corrientes de opinión difundidas por los medios de comunicación las que acaban moldeando el estilo de vida de toda una generación hasta sus menores entresijos. Sabemos bien que si la libertad no se ejerce día a día, el camino del pensamiento acaba siendo invadido por la selva, la sinrazón de los poderosos y las tendencias dominantes en boga.
Pero, ¿qué puede hacerse? Los profesores sabemos bien que no puede obligarse a nadie a pensar, que nada ni nadie puede sustituir esa íntima actividad del espíritu humano que tiene tanto de aventura personal. Lo que sí podemos hacer siempre es empeñarnos en dar ejemplo, en estimular a nuestros alumnos -como aspiraba Wittgenstein- a tener pensamientos propios. Podremos hacerlo a menudo a través de nuestra escucha paciente y, en algunos casos, invitándoles a escribir. No se trata de malgastar nuestra enseñanza lamentándonos de la situación de la juventud actual, sino que más bien hay que hacerse joven para llegar a comprenderles y poder establecer así un puente afectivo que les estimule a pensar.

martes, 8 de junio de 2010

Fe cristiana e implicaciones sociales

Una “propuesta de sabiduría y misión”


La visita de Benedicto XVI a Portugal volvió a manifestar que la propuesta de la fe es relevante para la vida de las personas y para la sociedad. El Papa no es, como alguien ha dicho, un buen profesor que tiene la clase casi vacía y en llamas. Es el sucesor de Pedro, al que Cristo confió la dirección de su Iglesia. Es el portador de un mensaje revolucionario para el mundo. Y muchos se dan cuenta.
A su llegada a Lisboa anunció que traía “una propuesta de sabiduría y de misión”; porque la fe cristiana implica un anuncio de Dios y por eso un impulso hacia la verdad, el bien y la belleza, que encuentran su plenitud en Jesucristo.
Su propuesta –la propuesta de la fe cristiana– venía introducida por tres cuestiones, que planteó en el vuelo desde Roma: acerca de la razón y la fe, de la relación entre la fe y el mundo, y acerca del pecado. Primero, para comprender la vida humana no sirve una razón pura que se apoye únicamente sobre los datos empíricos (lo que se ve, se oye o se pesa), porque la persona está abierta a una verdad más profunda, la del espíritu. Segundo, es necesario que la fe cristiana asuma las cosas concretas del mundo –por ejemplo la economía–, sin quedarse “sólo en la salvación individual, en los actos religiosos”, pues “éstos implican una responsabilidad global, una responsabilidad respecto al mundo. Tercero, más que de los ataques que vienen del exterior de la Iglesia, los cristianos han de preocuparse del pecado que está en ellos; y por tanto “volver a aprender algo esencial: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad”.
Todo ello configura la propuesta cristiana del sentido de la vida. Esto tiene una implicación clave para la vida pública. “No se trata –explicaba el Papa nada más aterrizar en Lisboa– de una confrontación ética entre un sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión del sentido al que se confía la propia libertad”. En efecto, se trata de preguntarse qué es lo que mueve mi vida, hacia qué verdad me dirijo, qué bien busco, qué belleza me atrae. Nada de esto se reduce al ámbito privado; desemboca en el tipo de sociedad y de cultura que todos contribuimos a configurar, en diálogo con nuestros conciudadanos.
Que la fe debe asumir las “cosas concretas” del mundo tiene una consecuencia que Benedicto XVI explicó a los obispos de Portugal: la necesidad de que los cristianos laicos que se sitúan en la configuración de la cultura (como los políticos, los intelectuales y los periodistas) sean testigos de Jesucristo. Ellos deben superar “el silencio de la fe”. Es decir, no cabe la resignación ante el hecho de que, particularmente en los ámbitos políticos, culturales y de la comunicación, “muchos creyentes se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana”.
Por eso, en la misión evangelizadora, “será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales”. Pero lo decisivo es llegar a inculcar “un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu”.
Cuando, según la opinión de muchos, la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, no bastan las “simples disquisiciones o moralismos” y menos aún las “genéricas referencias a los valores cristianos”; tampoco el “mero enunciado del mensaje”, puesto que “no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida”. Es otra la solución: “Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él”.
Aquí el Papa ha citado unas palabras de Juan Pablo II en 1985: "La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los 'fieles de Cristo', porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones”. Y haciendo de abogado del diablo, añadía el Papa actual: “Alguno podría decir: la Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay”. Replicaba enseguida diciendo que no faltan activos movimientos y comunidades eclesiales, sólo que es necesario prestarles atención para que desarrollen un auténtico espíritu cristiano y de comunión en la Iglesia.
En todo caso –señaló más tarde en Oporto– los cristianos han de dar testimonio de Cristo en todos los ambientes, “sin imponer nada, proponiendo siempre”, dando razón de su esperanza a todos los que la piden, porque en el fondo todos la necesitan; puesto que, como dice la encíclica Caritas in veritate, “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es”. Hoy el campo de la “misión” ha cambiado: “Nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios”. Y como lamentándose, concluía: “¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto!”.
En síntesis, apertura de la razón a la fe y de la fe al mundo, lucha contra el pecado; énfasis sobre la santidad y el testimonio: ejemplo de vida y formación cristiana para poder dar argumentos sobre la propia fe, y participar así en la gran misión cristiana.
La propuesta de sabiduría –primera parte de este viaje, centrado en la Virgen de Fátima– se completó en la segunda parte con la propuesta de testimonio y de misión. Y es que la luz del mundo no puede oscurecerse y la sal de la tierra no debería volverse insípida.

Ramiro Pellitero
Instituto Superior de Ciencias Religiosas
Universidad de Navarra