jueves, 31 de enero de 2008

del cine a la Antropología: Tú y yo

“Tú y yo” (“Love affair”) es un caso quizá único en la historia del cine. El director Leo McCarey hizo dos veces la misma película, y en ambos casos con tal perfección, que roza la obra maestra. La primera película en 1939. Cerca de veinte años después, en 1957. vuelve a filmarla, esta vez en cinemascope y con Cary Grant y Deborah Kerr como protagonistas. No se trata -insistimos- de una nueva versión, sino de la misma película, ya que ambas remiten al mismo guión y hasta Llegan a compartir muchos de sus planos. Es un misterio por qué McCarey hace algo así, y es difícil saber cuál de las dos películas es más hermosa.



Un hombre y una mujer se conocen en un crucero. No son dos personas ingenuas, que se encuentran al comienzo de sus respectivas vidas, sino dos seres experimentados que tal vez han vivido más de la cuenta. El hombre Michel Marnay (Charles Boyer) es un conocido seductor que viaja a Nueva York para casarse con una rica heredera; la mujer Terry McKay (Irene Dunne) es una mantenida. Ha sido cantante de club y su amante la ofrece la posibilidad de redimirse de ese pasado y de transformarse en una mujer respetable. Ambos han alcanzado la madurez de la vida sin que esto haya supuesto grandes cosas ni grandes descubrimientos. Aspiran, en definitiva, a una vida normal. Una vida –en el fondo- abocada a la insignificancia, como la de tantos.

Coinciden en ese largo recreo de su viaje y empiezan a flirtear porque se supone que es eso lo que uno espera que suceda en un crucero: que la vida se transforme en "un burbujeante champagne rosado". El tiempo del viaje es un tiempo irreal, un presente sin compromiso, y de él no debe quedar sino el recuerdo leve del instante que pasa. Pero sucede lo inesperado y ese juego intrascendente se transforma en algo bien distinto, especialmente cuando el barco, en su retorno a Nueva York, hace una escala en las islas Madeira y Michel (Charles Boyer) decide visitar a su abuela Janou, que vive en ese "pequeño reino" entregada a la memoria de su esposo muerto. Terry (Irene Dunne) le acompaña, y gracias a esa visita ambos se darán cuenta de que lo que ha tenido lugar entre ellos es algo más que un simple flirteo vacacional. Y será Janou quien, con una rara perspicacia que hace pensar en el antiguo arte de las hechiceras, se lo haga saber a Terry, a la que implícitamente llega a pedir que se ocupe de su nieto. Como si la dijera que sólo ella puede salvar su vida de la insignificancia.

Críticos como Miguel Marías afirma que se trata de una película sobre el amor. O, más en concreto, una de las más grandes películas que se han filmado nunca sobre esa experiencia tan turbadora e incierta que es enamorarse. Nuestros protagonistas, de hecho, tratarán de resistirse a esos sentimientos, conscientes de que alterarán para siempre sus planes, pero una fuerza fatal les llevará a coincidir y a buscarse por todos los rincones del barco, pues en todo se comportan como si hubieran bebido un filtro de amor (¿de las manos de Janou?) y no fueran dueños de sí mismos. Curiosamente su primer beso tendrá lugar en medio de un mar agitado, que hace del barco, hasta ese momento un espacio irreal, en un espacio frágil y amenazado. "Vamos hacia la tormenta" le dice Terry cuando se besan por primera vez, haciendo de esa agitación del mar una metáfora de lo que les está sucediendo a ellos. Para el análisis agudo de Gustavo Martín Garzo, es sin duda “el momento más sublime de la película, y puede que uno de los besos más hondos y extraños filmados jamás. Porque, al contrario de lo que suele suceder en otros casos, en que los amantes se encierran para mejor preservar su amor, aquí sólo se besarán cuando la puerta quede abierta, con lo que Leo McCarey quiere darnos a entender que el espacio de la intimidad es un espacio de exposición y riesgo, ya que nunca sabemos quién es de verdad el otro ni lo que nos espera si nos enamoramos de él. Y eso son los besos, iniciar a pesar de todo la experiencia completa de su ser”.

Pero el viaje termina y, ya plenamente conscientes de su amor, Terry y Michel quedarán en verse seis meses después en lo alto del Empire State, "el lugar más cercano al cielo que hay en toda la ciudad". Ambos están asustados y tratan con esa tregua de poner un poco de orden en sí mismos, pero les bastará con separarse, al llegar a puerto, para darse cuenta de que sólo juntos podrán lograr algo así. Ortega y Gasset dijo que el enamorado es incapaz de concebir un universo en que el objeto amado esté ausente. Por eso ambos, al quedarse solos, reaccionan rompiendo sus compromisos anteriores y embarcándose en la aventura solitaria de tratar de merecerse. O dicho de otra forma, de construir sus vidas precisamente no sobre esa ausencia del ser amado, sino sobre la exigencia de reunirse con él. Michel volverá a pintar, y Terry a cantar, tratando cada uno de hacerse digno del otro. O dicho con otras palabras, de no defraudarle, ya que para Leo McCarey el lugar del amor es el lugar de fascinación pero también de la responsabilidad.

Pero cuando el plazo se termina vuelve a intervenir el destino. Ella tiene un accidente que la impide llegara la cita, lo que él interpreta como un rechazo. La alegre comedia que ha sido la película hasta ese instante se transforma de golpe en un intenso melodrama, en el que descubrimos que vida y muerte se pertenecen extrañamente. Así son los melodramas, juegan con nuestras lágrimas hasta hacernos ver en ellas la sustancia más secreta de la vida. Y eso pasa en el tercio final de la película donde, tras el accidente, ambos tendrán que realizar el aprendizaje esencial: asumir el dolor y aprender a guardarlo en su corazón como el más extraño y paradójico de los dones. El único que les puede permitir reconocerse en su propia y recíproca verdad.

Y todo esto Leo McCarey lo consigue con el arte sutil de la puesta en escena. Borges decía que había dos tipos de narradores, los que todo lo basaban en la expresión, y los que poseían el arte de la alusión y la sugerencia. Los primeros querrán convencernos, mientras cuentan algo, del atrevimiento de sus ideas, de la audacia de sus juicios, del poder incomparable de su estilo, y buscarán para ello soluciones ocurrentes; metáforas deslumbrantes, palabras precisas como las cuchillas de las navajas; la búsqueda de los segundos no será tanto decirlo todo, como acercarse a ese silencio que hay siempre detrás de lo que se cuenta. Leo McCarey pertenece al segundo grupo. Por eso seas películas parecen insignificantes, y ese es su mayor atractivo. Se diría que la historia se adelgaza en ellas hasta casi no existir, y que es entonces cuando escuchamos su verdad, pues lo verdadero pertenece siempre al ámbito del secreto, de lo que sólo se puede sugerir desde los gestos más discretos o las palabras apenas susurradas:

No es extraño por eso que un director prácticamente desconocido entre nosotros, tuviera la más alta consideración entre sus colegas. John Ford afirmaba que era el primero de todos, Howard Hawks solía decir que era el mejor director de cine que había conocido y para Lubitsch, sencillamente, no había nadie en Hollywood que se le pudiera comparar. Miguel Marías habla de la invisibilidad de su estilo y de su puesta en escena, y de su profunda honradez. Pero la verdad es que el propio ¡Marías, en el lúcido y emocionado libro que le dedica, reconoce la imposibilidad de explicar por qué las películas de este director tienen el extraño poder de afectarnos como lo hacen. ni por qué, una vez vistas, permanecerán para siempre en nuestra memoria. El cine le sirve a Leo McCarey para fabricar recuerdos.
En un momento de su visita a Janou, la abuela de Michel, Terry se vuelve e conmovida hacia ella y le dice que desearía vivir en un lugar así. Janou le contesta que es demasiado joven y que aún tiene que crear sus propios recuerdos. Y como para ratificar esa idea la película, inesperadamente, se llena de niños. Los niños son un “leit motiv” en las películas de Leo McCarey, que siempre ve en ellos el lado de la inocencia y la vida. Terry, tras el accidente, se dedicará a enseñar a cantar a un grupo de niños huérfanos y habrá varias escenas sorprendentes en que estos la rodeen, como esas bandadas de palomas que acuden a la llamada de los paseantes solitarios que las arrojan migas de pan. Terry, como ellos, ha adquirido gracias a su dolor el poder de convocar a la vida. De forma que será precisamente cuando más sola y herida se sienta cuando esa vida estalle por todos los sitios: en la cercanía de los niños, en sus voces que recuerdan los cantos de los pájaros en los jardines, y en la solicitud de cuantos la rodean. También cuando Michel descubra la razón de que ella no acudiera a la cita, y corra decidido en su busca. Sólo que ahora ya no estarán en la cubierta de un crucero de lujo, bebiendo la vida como si se tratara de un burbujeante champagne, sino en el lugar más expuesto, donde todo es tan delicado e inasible como ese chal que Michel entrega a Terry cumpliendo el mandato de Janou, y que como un talismán habrá tenido el poder de reunirles. Porque para Leo McCarey, como para todos los grandes melancólicos, la grandeza de la vida se manifiesta también en la debilidad.

sábado, 26 de enero de 2008

Grandes pensadores: Santo Tomás de Aquino

El siglo XIII constituye la celad de oro de la Escolástica cristiana. En él culmina el proceso de maduración que se había operado a través del siglo XII. Es el siglo de las grandes catedrales góticas y de las grandes síntesis teológico-filosóficas que se llamaron Summas; el siglo en que la cultura sale del ámbito de las escuelas catedrales para fundar las primeras universidades. Sin embargo, esta época se inicia, como hemos visto, bajo el signo de grandes temores, de un profundo desconcierto. No es que los espíritus cultos de aquella sociedad esencialmente cristiana temieran por la fe en sí, que profesaban de todo corazón, sin sombra de duda ni temor a estar errados; pero la aparición de una obra como la de Aristóteles, que invadiría todos los órdenes de la cultura, aficionando a los hombres al saber profano y que, al parecer, se desviaba profundamente del credo cristiano hasta negar la inmortalidad del alma, podría representar para la cristiandad el peligro de una gran heterodoxia o de un apartamiento cultural de la fe que podría prolongarse durante siglos, con el consiguiente daño para las almas. Y éste era el temor y la gran ansiedad dominante en aquella Europa que veía ya a algunos espíritus contagiados de lo que se llamó averroísmo latino (el aristotelismo de Averroes), que, desde un punto de vista religioso, constituía una grave herejía.

La intuición salvadora brotó en la mente de un joven estudiante de la Universidad de París, el que habría de ser Santo Tomás de Aquino (1225-1274): el Aristóteles verdadero, esto es, expurgado de elementos extraños, no sólo era conciliable con el Cristianismo, sino que lo era mucho más fácil y profundamente que el propio platonismo. Lejos de constituir un peligro para la fe, el aristotelismo, debidamente adaptado y prolongado, podría constituir un profundo y coherente cuerpo de doctrina filosófico-teológica que acabase con la vieja pugna entre el hombre de la fe y el amante de la antigua cultura, entre el naturalismo de la razón y el sobrenaturalismo de la gracia, lucha que muchas veces se operaba en la propia mente de cada hombre.

Santo Tomás era hijo de los condes de Aquino, una de las más nobles familias de la Italia central. Vivió sólo cuarenta y nueve años, pero al cabo de ellos dejó realizada una obra verdaderamente gigantesca, sistematizada en la Summa Theologica, que pretendió ser una síntesis del saber filosófico y teológico. Puede considerarse a Santo Tomás como, uno de los más altos ejemplos humanos de constancia y de esfuerzo heroico en el cumplimiento de un designio, de fidelidad a una vocación por encima de todas las dificultades y desalientos. Para realizar su idea fundamental hubo de vencer Santo Tomás la oposición, primero, de sus padres, que lo destinaban al ejercicio de las armas; la nueva oposición de la familia -que había transigido con su ingreso en la abadía de Montecasino en el designio de verlo abad de la misma- a que profesase en la nueva Orden de Santo Domingo, hacia la que se sintió llamado por su dedicación ala vida intelectual; la dificultad misma de adquirir los materiales auténticos sobre los que trabajar; la oposición, en fin, del ambiente a la nueva y vigorosa concepción. Todas fueron superadas por la voluntad de hierro de este fraile humilde, que nos pintan siempre con la pluma en la mano, entregado en cuerpo y alma a una obra que había de deparar a la filosofía uno de los más grandes sistemas de la Historia y a la cristiandad la salvación de un peligro y la posibilidad y el impulso para su más grande época. Por eso fue consagrado Santo Tomás como patrono del estudioso y del intelectual cristiano.

Después de sus primeros años de formación en Montecasino, pasó Santo Tomás a la Universidad de París, donde conoció a San Alberto Magno, el más famoso de los maestros dominicos. San Alberto había sido el primero en comprender la inmensa importancia del aristotelismo recién descubierto y en hacer unas trascripciones de los textos aristotélicos usuales acompañados de paráfrasis y comentarios para facilitar a sus hermanos de Orden el conocimiento y la comprensión de Aristóteles. Pero Santo Tomás se dio cuenta de que los textos procedentes de la cultura árabe contenían multitud de interpolaciones de comentaristas que a menudo no respondían a la doctrina original. En consecuencia, encargó a otro dominico, perfecto conocedor del griego -Guillermo de Moerbeka-, para que marchase a Oriente, a favor de las Cruzadas, con objeto de obtener y traducir de sus fuentes originales las obras aristotélicas.

La concepción tomista coincide en sus líneas generales con la aristotélica. Veremos sólo aquellos puntos de adaptación al Cristianismo y aquellos otros que hubieron de ser corregidos en orden a esa armonización.

Fe y razón

Sienta Santo Tomás ante todo la distinción de órdenes diversos de verdades según las potencias cognoscitivas de los seres. El animal, que no dispone más que del conocimiento de los sentidos, capta sólo el mundo de cosas concretas, singulares: este hombre, aquel caballo. El hombre, que posee además el entendimiento agente o facultad intelectiva, puede adquirir también las idas o conceptos universales (el hombre, el caballo), que son desconocidos para el animal. El entendimiento agente crea un medio en el cual se realiza la intelección racional: del mismo modo que la visión de las cosas materiales no puede verificarse más que en la luz, que es su medio adecuado, el cognoscente que no posee entendimiento agente no puede captar ideas. Pero hay todavía un medio superior para un conocimiento más alto, que es tan desconocido para el hombre como el conocimiento de ideas para el animal. Es lo que llaman los teólogos la luz de gloria, en la que podría verse a Dios en su ser mismo y comprender los misterios como la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, relativos al ser y al obrar de Dios. Esta luz de gloria podrá brillar para nosotros en la bienaventuranza por una gratuita donación o gracia divina que eleve nuestra naturaleza a ese medio superior, pero no pertenece a nuestra naturaleza. Por eso tales verdades son para nosotros misterios no irracionales, sino suprarracionales y objeto, no de la filosofía, sino de la teología revelada.

Según esta doctrina, la filosofía deja de ser una mera aclaradora, sierva de la teología (ancilla theologica), para convertirse en ciencia autónoma con un objeto propio y distinto. Pero considerada la realidad universal en su conjunto, no existe solución de continuidad, ni mucho menos contrariedad, entre el orden de la fe y el de la razón. La unidad de Dios, de quien todos los órdenes del ser y del conocer proceden, garantiza la armonía y continuidad entre ellos. Aún más: la razón alcanza a conocer el límite o frontera donde se enlazan el orden natural y el sobrenatural: en ese límite se encuentran unas verdades iniciales o básicas para la fe que han sido reveladas, pero que son también accesibles a la razón. Tal es el caso de la existencia de Dios, que, según Santo Tomás, podemos conocer racionalmente, pero que, siendo necesaria a nuestra salvación, Dios ha revelado también para aquellos que no lleguen a ella por la luz de la razón. Estas verdades-límite, que para unos son de razón y para otros de fe, constituyen lo que Santo Tomás llama preambula fidei (preámbulos a la fe).

Con esta teoría fundamenta Santo Tomás la solución media y ortodoxa sobre la cuestión de nuestro conocimiento de Dios, que se halla entre los dos extremos heréticos que se conocen por agnosticismo y ontologismo. El primero de estos errores sostiene que el conocimiento religioso pertenece a un orden radicalmente distinto del racional, al que la razón no puede tener ningún modo de acceso. El ontologismo, en cambio, sostiene la visión inmediata, sensible o evidente, de Dios, cuya existencia no requiere, por tanto, demostración. Según Santo Tomás, a la existencia de Dios-que no es inasequible ni evidente puede llegarse racionalmente por discurso demostrativo. De su esencia, en cambio, no podemos alcanzar más que un cierto conocimiento analógico e impropio, atribuyéndole en grado eminente las perfecciones positivas que encontramos en las cosas del mundo.

Existencia de Dios

Si al conocimiento de la existencia de Dios puede llegarse por la razón, ¿cuál será el razonamiento o la prueba que lo demuestre? No será la prueba o argumento ontológico (de San Anselmo), que para Santo Tomás no es válida: aunque la esencia de Dios reclame en sí la existencia, no es ello visible para nosotros, por no sernos asequible su esencia; nosotros no podemos derivar la existencia desde las esencias porque éstas las adquirimos precisamente abstrayendo a partir de las cosas concretas existentes. La prueba válida de la existencia de Dios no debe ser a priori (anterior) respecto de la existencia de las cosas que nos rodean, sino a posteriori (posterior) o a partir de las cosas mismas, ascendiendo de los efectos a su causa, de lo contingente a lo necesario. Por cinco vías dice Santo Tomás que puede demostrarse la existencia de Dios. Las cuatro primeras tienen un fondo común, por lo que nos limitaremos a una de ellas: es evidente que algo existe; pero todo lo que existe requiere una causa, porque nada es causa de sí mismo. Podría pensarse en una cadena infinita de causas, pero esto es insostenible, porque si la serie es infinita quiere decirse que no hay primera causa, y no habiendo primera causa, no hay segunda ni tercera, ni está que está aquí actuando. Luego si algo existe debe haber una causa primera, causa de sí misma, que es lo que llamamos Dios.

La quinta vía es diferente y, aunque no es metafísicamente necesaria, es quizá la que más convence al hombre en general. Se saca del orden y gobierno de las cosas, y podría expresarse mediante este ejemplo: imaginemos que, andando por la calle, encontramos en la acera un bloque de letras de imprenta en que se halla compuesta una página de la Biblia. Supondremos, por ejemplo, que han sido sacadas de una imprenta cercana o que alguien las ordenó allí mismo. Lo que no podríamos jamás pensar es que esos tipos de imprenta fueron arrojados aisladamente por la ventana de un alto piso y que casualmente cayeron en ese orden. Pues bien, el mundo en que habitamos es una estructura infinitamente más compleja y bien dispuesta que esa composición tipográfica; el más diminuto ser vivo contiene una perfección tal que no puede el hombre soñar con construir organismo semejante. Es, pues, preciso admitir una inteligencia soberana que dio el ser y el orden a todo este inmenso Universo. Este argumento no es metafísicamente concluyente, porque no puede negarse que una posibilidad entre las infinitas posibles es esa en que las letras de imprenta forman una página de la Biblia: no hay en ello imposibilidad metafísica, pero sí imposibilidad práctica, de tal forma que nadie podría admitirlo, como, según Santo Tomás, nadie podría concebir a este mundo como formado al acaso.

Pero el Dios a cuyo conocimiento cierto llega San¬to Tomás a través de estas vías no es el Dios meramente filosófico de Aristóteles, primer motor inmóvil, acto puro que mueve sin personalidad ni providencia a las cosas de este mundo, sino que se trata del Dios concreto, personal y vivo del Cristianismo. Para garantizar esta concepción acentúa Santo Tomás la diferenciación entre Dios y el mundo para que no pueda interpretarse aquel primer motor como una causa inmanente a las cosas, con lo que se daría en una concepción panteística. Utiliza para esto la teoría (que ya vimos en Aristóteles) de la analogía del ser con la que, sin romper el vínculo o relación entre Dios y las cosas creadas, afirma su radical diferenciación; y también la composición, en los seres creados, de esencia y existencia, que en Dios coinci¬den, de acuerdo con la definición mosaica de soy el que soy. Este ser diferente del mundo, causa y principio de cuanto existe, es el Dios personal, providente y amoroso del Cristianismo.

El mundo fue creado libremente por Dios de la nada y tuvo un comienzo en el tiempo. Como pensaba Aristóteles, los únicos seres realmente existentes en la naturaleza son las sustancias o cosas concretas, singulares, que se componen de materia y de forma. La materia es causa de su individualización; la forma, de sus perfecciones generales o específicas. En el conocimiento intelectual se ilumina la forma, que es el universal de las cosas, y se engendra en el sujeto la idea o concepto, que es el universal en la mente. De aquí se deduce la solución que Santo Tomás da al problema de los universales, que se conoce con el nombre de realismo mode¬rado, y que puede considerarse como la última y definitiva palabra de esta controversia en la Edad Media: «El universal es concepto y existe sólo en la mente, pero con fundamento "in re" (en la cosa).» El fundamento es, naturalmente, la forma impresa por Dios a las cosas. Así, tomando la cuestión en toda su extensión, el universal tiene una triple realidad ante rem (antes de la cosa), en la mente divina como patrón o arquetipo con arreglo al cual Dios la creó (idea agustiniana); in re (en la cosa), como forma de la misma; y post rem (después de la cosa), en la mente del cognoscente que la abstrae de las cosas mismas. Puede verse en esta teoría un desarrollo del conceptualismo de Abelardo, en el que se insiste en el fundamento real, objetivo, de los conceptos.

El hombre

El hombre, como ser de la naturaleza, es también una sustancia formada de la unión de forma y materia. En esto se opone Santo Tomás al platonismo de San Agustín y de la primitiva escolástica, que suponía al alma unida accidentalmente al cuerpo, y al hombre sin esa unidad sustancial, interna, que pa¬recen demostrar los hechos: nuestra experiencia no se resigna a ver en el cuerpo no más que una prisión del alma, algo ajeno a nuestro verdadero ser, que sería el alma solamente. Antes bien, nos sentimos como hombres un ser uno en sí, que es tanto cuerpo como espíritu. Según Santo Tomás, en este compuesto sustancial que es el hombre, el alma hace el papel de forma y el cuerpo de materia. Pero cuerpo y alma no son simplemente materia y forma, sino sustancias también, bien que incompletas. De aquí que pueda el alma supervivir a la muerte o separación del cuerpo, aunque en un estado antinatural, necesitante de una nueva unión, que se realizará con la resurrección del cuerpo, condición necesaria para una perfecta bienaventuranza.

La facultad diferencial, superior y característica, del hombre es la razón. La racionalidad determina en el hombre la libertad o libre albedrío. En el animal el objeto propio de su conocimiento es la cosa concreta, singular, y este conocimiento determina en él una apetencia o una repulsión necesarias según que la cosa conocida convenga o no a su naturaleza. Pero la razón humana conoce el ser en ge¬neral, y al paso que ante el ser puro y perfecto (Dios) se hallaría determinada a quererlo porque llenaría su inteligencia y su voluntad, frente a las cosas concretas, que sólo imperfectamente realizan el ser, es, en cambio, libre para desearlas o no. Ante estas cosas se da cuenta el hombre del bien que posee y de su jerarquía dentro del conjunto de bienes, pero sintiéndose atraído por los diversos géneros de bien que se dan en las cosas, tiene la facultad de pecar y también la de merecer por sus actos. Esto depara al hombre la posibilidad incomparable de construir por sus actos su propia vida y de salvarse o condenarse por su propia voluntad. La bienaventuranza es concebida por Santo Tomás como una graciosa elevación a un orden superior que no elimina a nuestra naturaleza, sino que la completa y satisface. Ella es, fundamentalmente contemplación, intelección perfecta, plenitud de nuestra razón y de nuestro amor. Secundariamente placer completo y sin límites.

El pensamiento tomista no es una mera adaptación del aristotelismo a la fe cristiana. Puede considerarse más bien una prolongación y una aplicación a mil órdenes y aspectos nuevos de la concepción general del maestro griego. A este elemento medular filosófico (el aristotelismo), unió en perfecta síntesis los elementos más valiosos del pensamiento cristiano, procedentes sobre todo del agustinismo. El tomismo ha pasado a la Historia como la sistema¬tización más completa, original y sólida de la filosofía cristiana.

domingo, 20 de enero de 2008

Gratitud

Reproducimos este artículo de Joan Baptista Torelló tomado de Psicología abierta. Rialp. Madrid. 1972.

La gratitud es sol que nos recuerda que somos limitados, niños menesterosos a quienes se entrega el mundo como puro regalo.


Pedir y aun implorar es humano y corriente. Ser agradecido es todavía más humano, pero también mucho más caro. Sin pecar de exageración se puede afirmar que «no hay ninguna otra cualidad humana que manifieste mejor la salud interior, espiritual y moral del que la posee, que su capacidad de agradecer» (Bollnow). Es de bien nacido ser agradecido.

La gratitud sale al encuentro del don, y especialmente del don amoroso. En efecto, el amor humano merece este nombre si es entrega gratuita y sin plazo, y deja de serlo apenas se define en el afán de posesión o se mercantiliza en un simple intercambio de servicios, de placeres, de cosas. El amor sin apelativos es puro regalo, y su piedra de toque es la gratitud. Cuando entre amantes se habla mucho de deberes y derechos, se olvida o maltrata lo decisivo: la dádiva incondicionada y la gratitud que desvela. Y si la fidelidad pasa a ser la preocupación fundamental, no se ha descubierto todavía la médula más arcana y sabrosa del amor entre humanos, pues mientras la fidelidad frecuentemente se define por las múltiples obligaciones contraídas cuya lesión desgarra el vínculo amoroso, la gratitud es una actitud de fondo en extremo delicada, que el simple descuido, la distracción y la omisión hacen desvanecer.

El agradecimiento brilla como signo de la libertad más limpia, como sorpresa siempre fresca ante un don que nunca es obvio ni pudo ser barruntado. Quien no ha experimentado la perfecta libertad del don de sí, no puede tampoco sentir ni expresar la alegría cabal y expedita de la gratitud.

Existe el mercado libre en las relaciones humanas, pero el que vende una mercancía tiene y reclama el derecho de ser pagado por ella. Hay una fidelidad libre, pero tan sólo en el sentido de mantenerla o de quebrantarla no sin mérito y sin culpa; ahora bien, el dar y el recibir se mueven en el ámbito de una libertad más alta, que se actualiza por parte del que da en una modestia elegante y recatada, y por parte del que recibe en un gracioso agradecimiento.

La palabra «gracia» significa a un tiempo don y gratitud: se concede una gracia a la que se corresponde dando gracias... Y además se llama «gracia» a aquella preciosa cualidad por la que lo que es en sí difícil se hace con facilidad, sin groserías ni descomposturas de esfuerzo: soltura de movimiento en un mundo que bulle de mequetrefes, de falsos titanes y de dolientes esclavos de nuestras complicadas máquinas. Dice Goethe a través de su Fausto:

«Demos donaire al vivir,
pongamos gracia en el dar
y garbo en el recibir.
Donosamente se alcance el deseo,
sea en el marco de los días quietos
gracioso el agradecimiento».

Gratitud eterna
El don verdadero llega siempre inmerecido e inesperado. En él se funda la novedad absoluta de cada acto de amor, que nunca puede repetirse ni experimentarse como algo ya vivido y cuyo nacimiento siempre renovado da lugar a la «eternidad», a la indisolubilidad y a la indesilusionabilidad del lazo amoroso interpersonal, expresión y revelación de la estupenda libertad del ser espiritual que es el hombre.
Y como el don genuino no puede ser nunca «pagado», ni «correspondido», la gratitud que despierta es por su misma naturaleza «eterna». Este «para siempre» de la gratitud auténtica explica por qué tantas personas evitan con sumo empeño el tener que agradecer algo: huelen que no podrían desembarazarse jamás de la gratitud, y todo lo que es eterno ha asustado siempre a los mortales.

Los jóvenes son famosos por su peculiar «ingratitud», y ello se debe a su repulsa de todo lo que no es merecido o ganado con las propias manos. Son todavía demasiado inexpertos y demasiado orgullosos para saber que en este mundo vivimos todos del apoyo de los demás, que todo vivir es con-vivir, que toda existencia es co-existencia.

Por todo ello, y aunque parezca singular, la gratitud es una de las actitudes fundamentales de la vida, la cual ya en sí misma es un puro don: no sólo la vida, sino el ser. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», exclamaba San Pablo. Somos, en realidad, destellos «inútiles» de la gloria de Dios, como «inútil» es la belleza. Por este motivo, dice el cristiano: «Te damos gracias, Señor, por tu inmensa gloria»: estamos aquí tan sólo para brillar, para irradiar misteriosamente su incorruptible belleza.

Luz que resplandece
Siempre habrá gente que maldiga la existencia, pues, según su propia declaración, no tuvieron más que malas experiencias. Pero prescindiendo del hecho de que muchos hombres se arrojan literalmente al abismo de la infelicidad —sin quererlo, claro está, pero de modo muy real, porque ya desde la infancia vivieron bajo el terror de caer en él y crecieron como esclavos de un fatalismo imaginario, pero psicológicamente eficacísimo—, todos deberíamos aprender, con los años, que en este mundo hay sombras cabalmente porque la luz existe y resplandece: la innegable coexistencia con el mal, en mí y en los demás, en el instante y en la historia, está más preñada de esperanza que de negros presagios.
Vivir significa pasar de la nada al ser, esto es, aspirar a poseer una cantidad de posibilidades existenciales, ciertamente limitada, pero relativamente grande.
Dolor y dicha son tan sólo colores diversos del amor que nos llamó a la vida y nos re-crea a cada instante. Hay que recibirlos, pues, con gratitud, por las posibilidades que contienen y ofrecen a la fortuna de cada uno. «Todo lo que acontece es adorable», escribió Léon Bloy, y aquella amable figura femenina protagonista de La alegría, de Bernanos, repite casi lo mismo con palabras conmovedoras: «Todo lo recibo de las manos de Dios, como en mi infancia recibía cada sábado las notas de mi escuela, y decía para mis adentros: una vez más me he salvado». Más sencillamente aún, encontramos el mismo sentimiento en una antigua canción francesa que cantaba Jacqueline François:

«No tengo nada;
tú me lo has dado todo:
alegría en el vivir,
en el amar y en el ser amado.
Por todo esto sucede
lo que tiene que suceder:
gracias, mil veces, gracias».

Más superficiales que los textos de las canciones ligeras son, en todo caso, el rencor y la desesperanza, aunque se muestren tan serios y ceñudos. Hay que desenmascarar de una vez la miopía y la frivolidad de misántropos y suspicaces, pero aquí nos interesa sobre todo subrayar que la gratitud se coloca en la ribera opuesta de todas estas actitudes negras, por falta de realismo.

Gratitud significa abrir los ojos ante el abanico multicolor de las posibilidades vitales que a todos se nos ofrecen; denota capacidad de ajustarse al ritmo misterioso del gobierno universal y, con ello, de tomar parte activa en la continua creación divina. La gratitud es confianza en el presente y esperanza en el futuro: una actitud briosa y festiva, en espera de dones de amor siempre nuevos e inesperados y aun contradictorios.

La verdadera gratitud, como la esperanza de Gabriel Marcel, se dirige a lo que no depende de nosotros y, como dice en otro lugar el mismo filósofo y autor dramático, se puede agradecer sólo en primera persona del plural: dar gracias en nombre de todos, como acto que, de alguna manera, abraza a toda la comunidad humana, esto es, a todos los que comparten mi arriesgada aventura existencial.

Agradecimiento que es plegaria
Navidades y Año Nuevo, como revelación de la vitalidad divina trascendente y descendiente, son los mayores y más generosos dones que el hombre ha recibido y puede recibir. ¡Cuántos «muchas gracias» formalistas y zalameros se pronuncian en esos días! La íntima actitud de agradecimiento, referida no a los que nos regalan sus propinas, más o menos abundantes, sino ante la Vida misma, ante el mundo y ante Dios, que se embarca en nuestra carne de humildad, sería la mejor premisa de la paz tan deseada entre los hombres y de los hombres con Dios.
Fuera de este recinto tan humano y tan sagrado de la gratitud, se persiguen sin cesar ilusiones y desilusiones, idealismos y materialismos frenéticos, codicias y mezquindades. Quien no vive agradecido o ha expulsado de sí el don de Dios, instalándose en la angustia, o no ha vislumbrado aún la divina belleza que se cela en su existencia, y entonces es ciego y desdichado.

De puro agradecido conserva el hombre consciente el don de su vida en su limpia integridad y desarrolla libremente sus capacidades: nada se le vuelve estéril, nada torcido le crece entre las manos. Todas las virtudes brotan de este humus modestísimo de la gratitud con una frescura y un sumiso ardimiento que garantizan su autenticidad y evitan el calambre belicoso y la exhibición ostentosa del voluntarismo. Cada respiro es agradecimiento que se transforma en plegaria.
¿Quién conserva todavía en nuestros tiempos esta infatigable actitud agradecida? De los diez leprosos curados por Jesucristo sólo uno volvió sobre sus pasos para darle las gracias... y «era un samaritano». Trillada historia: sólo los humildes, aunque pecadores, saben reconocer la generosidad del don recibido, y sólo ellos, por tanto, entran en el goce de la gratitud. Pedir e implorar es humano; pero ser agradecido, en los buenos y en los malos tiempos, es tan sólo propio de los mejores, de los realistas, de los más sanos y sensibles.

sábado, 19 de enero de 2008

La noción de hombre en el pensamiento de San Agustín

Toda gran filosofía reposa sobre un primer supuesto más o menos tácito: la visión del hombre. Para Agustín hablar del hombre es hablar de sí mismo en el nivel de individuo (Confesiones) o a escala de humanidad (La Ciudad de Dios). Las dos cuestiones de su filosofía son el hombre y Dios. Pero todos sus problemas pasan por la encrucijada del hombre. Ya adquirió esta certeza mirando al hombre interior y por autorreconocimiento del yo. De ahí que se quiera ver en Agustín la primera antropología del pensamiento cristiano, mientras se trazan sus líneas maestras. Agustín, ciertamente, es presa del estupor, la admiración y sorpresa ante el enigma del hombre y su misterio: «magna quaestio» -dirá- (Sermón 126, 3,4), «magna natura est». Subraya -como Heráclito- la magnitud y profundidad interior del hombre: «no logro realmente comprender todo lo que soy»; se ha vuelto para sí mismo cuestión, «tierra de dificultad y excesivo sudor». La vastedad de su memoria le horroriza y espanta. El hombre es el mayor milagro. Volcado al exterior, olvida el hombre el maravilloso espectáculo de su interior, como reza el célebre texto que Petrarca leerá impresionado. Urge recobrar la mirada al hombre apartándose del sentido y retornando a la interioridad.

Es evidente que nos enfrentamos a un asunto de notable complejidad. Agustín no sistematizó su reflexión sobre el hombre. No era él pensador de sistema ni disciplinado como escritor y la magnitud del tema demanda estudio ulterior. El hombre es ser problemático. Agustín lo considera desde la filosofía y la teología. Como filósofo agita multitud de cuestiones que aquí sólo puedo enumerar.

1) El puesto del hombre en el mundo: «in quadam medietate» entre Dios y lo corpóreo (Ep.140,3), síntesis de los entes.
2) El lenguaje, cuya teoría sintetiza De magistro, como sistema de signos convencionales.
3) La «imago Dei» en el alma, amplísimamente estudiada en “De Trinitate”, resonando el viejo tema de la asimilación a Dios.
4) La inmortalidad del alma, preocupación de sus obras juveniles y en la que fluctúa y vacila; su obra “De immortalitate animae” la considera él mismo oscura y apenas inteligible.
5) La voluntad, determinada por el dinamismo originario del querer y del amor, de modo que rectitud del amor es correcta voluntad.
6) La libertad: «nuestra voluntad no sería voluntad si no fuera libre». Libertad que de joven defendió, frente a los maniqueos (especialmente en De libero arbitrio), y de mayor delimitó, frente a los pelagianos, armonizándola con la gracia (De gratia et libero arbitrio). Libertad que integran los conceptos de libre albedrío, opción de hacer el mal, y libertas paulina o liberación interior como capacidad de obrar el bien (con ayuda de la gracia). Libertad que escapa al falso dilema: presciencia divina o libertad humana, planteado por Cicerón y el determinismo estoico.
7) La muerte, pena trágica del pecado, huella reveladora de finitud, desgarramiento que para nadie es un bien, y a la que tendemos desde el inicio mismo de nuestro vivir (CD. XIII, 6-11). Es un mero muestrario de problemas.

Tres grandes cuestiones

La antropología de San Agustín suscita tres problemas principales que veremos con brevedad. El primero es su misma terminología fluctuante. Asunto grave que afecta a los componentes del hombre: «anima et caro», «spiritus, anima et corpus» o bien sobre lo que él mismo designa como «lo superior en el hombre» que intenta aclarar sin excesivo éxito E. Gilson son ejemplos de una terminología algo difusa. Es algo de lo que el Propio Agustín parece ser consciente mientras busca una clarificación sobre términos como anima, animus, spiritus, ratio, intellectus, intelligentia..., en los que cree hallar, finalmente, orden y concierto.

El segundo gran problema es el del origen del alma. La perplejidad acompañó aquí toda su vida a Agustín, según reiteradas indicaciones suyas. No entraremos aquí en detalles. Posiblemente su solución quede, después de todo, bien descrita como «creacionismo traducianista» tal como explica Sciacca.

El tercer problema es el del ser mismo del hombre, sus componentes y su mutua relación. Para sus platónicos el hombre es su alma que se sirve del cuerpo como de instrumento y al que se vincula tan extrínsecamente como la barca y el barquero. Supuesto para Agustín que la corporeidad es también componente del hombre, ¿qué unión propugna? También hay aquí oscilación. Unos textos son terminantes: defienden unión sustancial sin nombrarla nunca así. Otros, sin embargo, propugnan una unión más exterior y accidental entre dos sustancias completas. Es honrado y honorable hacer esta constatación. Parecida oscilación ocurre entre los intérpretes actuales. Unos se empeñan en seguir hablando de unión sustancial: M.F. Sciacca, A. Trapé (Agustín superaría el platonismo aquí, decreciente en él), Ch. Boyer, etc... Otros ven «unión vital»: R. Flórez, R. Schwartz, G. Iammarrone..., mientras otros rechazan la unión sustancial (R. Joli¬vet) o descubren sólo unión accidental (E. Gilson) o unión «hipostática» (C. Couturier, bajo influjo bíblico). Al acentuar la trascendencia y heterogeneidad del alma respecto del cuerpo, Agustín no veía claro su modo de unión con el cuerpo. De ahí su permanente oscilación.

El “hombre interior”

La concepción agustiniana obedece a la dinámica profunda del trascender, al «deseo de infinitud», traducido en cierta orientación «personalista» o en un «humanismo abierto» regido por esta ley: «ab exterioribus ad interiora, ab inferioribus ad superiora» (de lo exterior a lo interior, de lo inferior a lo superior) (Ps.145,5). En el centro está el hombre interior, cuya realidad y virtualidad filosófica descubrió Agustín, dice él mismo, en el platonismo ratificando expresiones paulinas (Eph3,16; Rom.7,22; II CorA,16) y también la tendencia general interiorista del cristianismo. El hombre es un ser con «intus», nueva dimensión de realidad, modo inédito de ser que le permite obviar todo determinismo absoluto y todo «naturalismo» en general, se posee y vuelve sobre sí, retorna desde su exterior. Interioridad es distintivo de la filosofía de Agustín, «el más agustiniano de todos los conceptos» (Sciacca). Cabe distinguir tres niveles:

1) nivel vivencial o psicológico, al que co¬rresponde la actitud descriptiva de Agustín, el reconocimiento de la geografía interior, su descollante fenomenología del yo y cuyo mérito es universalmente reconocido como caso único en el pensamiento antiguo;
2) nivel gnoseológico en el que la interioridad se hace vía, modo, método de conocimiento como encuentro con la verdad o «locus veritatis» o sede del «maestro interior»,
3) nivel ontológico o realidad peculiar, modo originario de ser, propio del hombre. No cabe, pues, reducir la interioridad agustiniana a simple método.

En todo caso, por su «sentido de reflexividad» y apelación al primado de la subjetividad, se insiste en que Agustín patrocina a Descartes y a la modernidad. Agustín contrapone -a veces con extrema tensión autobiográfica- hombre exterior e interior. Sin embargo, lo exterior ha de colaborar en el conocer, pues la verdad « foris admonet, intus docet». Hay, así, una secuencia ascensional del trascender: «admonitio», «reditio», «conversio» (a Dios, a la luz).

Hombre y verdad. La iluminación

¿De dónde viene a la mente la verdad inmutable cuando todo es mutable, incluida la mente misma? Si la verdad se descubre «intus», la luz de la verdad se halla «supra». Es superior a lo «superior in homine» («ratio», «mens»...), es luz de luz, iluminación. Siendo el «ánimo» mutable, hay que trascenderlo: «Transi et ipsum...», pues la verdad «supra mentes nostras est». Reflejando la vieja imagen lumínica de la República y la luz joánnea del Lógos, Agustín salva la contradicción entre interioridad y trascendencia de la verdad con una nueva propuesta: la iluminación, conciliando a la vez ojo interior y luz superior. Esta teoría, como se advierte, es difícil de entender. Veamos dos puntos: planteamiento y modo. No se trata de la iluminación por fe sino del conocimiento normal de la razón humana; tampoco de la actividad creadora y conservadora de la mente por parte de Dios. Su intervención iluminadora no versa sólo sobre algunas verdades primeras, especiales (Sciacca), sino sobre todo conocimiento, tanto al nivel de conceptos como de juicios, pues en todos hay un elemento de absolutez y eternidad superior a cosas y mente. Al exigir esa asistencia e intervención, Agustín establece una dependencia respecto de Dios en cada acto de conocimiento, que cubra una deficiencia natural del entendimiento: «humanae cogitationis infirmitas» (Ep.120, 2,8). Deficiencia que Sto. Tomás no admitía: iluminación sí, pero el entendimiento se basta para conocer. El modo de iluminación es muy discutido, no habiendo sido explicado quizá suficientemente por Agustín.

jueves, 17 de enero de 2008

Diez puntos sobre la laicidad

1. La laicidad se entiende hoy como ámbito público de la razón neutra de absolutos
Hoy se tiende a concebir la laicidad como el ámbito de la sola razón, o sea, de la razón que considera la fe religiosa como irracional y por lo tanto no digna de entrar en el debate público. La consecuencia es la reducción de la religión a secta y una tolerancia que equipara entre sí a todos los dioses. La laicidad como neutralidad de los absolutos acepta la religión sólo según tres modalidades: como hecho privado, como secta en el mercado de los sentimientos religiosos, como vaga y genérica mística. Las tres modalidades niegan a la religión una dimensión pública.

2. Esta laicidad neutra de los absolutos es a su vez un absoluto
Esta concepción de la realidad rigurosamente racional tiene su propia absolutidad, la absolutidad del conocimiento racional, la tesis de la exclusiva validez del conocimiento científico y, como consecuencia, se convierte en contestación de la absolutidad religiosa. La laicidad que pretende ser neutra de los absolutos es a su vez una opción absoluta, un dogma.

3. Pero una razón absoluta es imposible
La razón que quiera permanecer fiel a sí misma, o sea, auténtica razón, no puede renunciar a la propia relación con la fe. Si la razón no se abre a la fe, absolutizándose así ella misma, no es por motivos racionales, sino o por una forma de “fideísmo” de la razón o por una forma de racionalismo de la fe, esto es, una razón que se convierte en religión laica y una religión que se convierte únicamente en gris ética social.

4. El rechazo político del cristianismo es también rechazo de la razón
Rechazando el cristianismo, el Estado occidental rechaza también la razón que el cristianismo llevaba consigo y se entrega así a los dioses. El cristianismo no se remite a las divinidades del mito, sino al Dios como único ser y verdad del “Logos” griego. El Dios cristiano no es, sin embargo, sólo verdad; es también amor. Pero el hecho de que sea amor no suprime su ser verdad. «Subsiste una primordial identidad entre verdad y amor». De este modo el cristianismo unifica la verdad y la vida. No puede prescindir de la verdad, y en esto asume las exigencias racionales, pero no acepta la separación entre verdad y vida que la razón, sola, querría proponer.

5. La «autolimitación» de la razón absoluta
La laicidad como razón pública que quiere eliminar la propia relación con la fe se somete a un inevitable proceso. Tiende a ser absoluta, pero para ser absoluta debe limitar el sentido y el ámbito de la propia verdad. Si se mantuviera abierta a lo trascendente, no podría decirse absoluta. Para hacerlo debe reducir su propia pretensión de verdad, a fin de poderse jactar en sí misma de un saber absoluto. La conclusión es la reducción de la verdad a los mínimos términos de cuanto se puede probar con los experimentos.

6. De la razón absoluta a la «dictadura del relativismo»He aquí la transición de una razón absoluta, así entendida, a la «dictadura del relativismo». De cualquier verdad que no sea fruto de cálculo o experimento, la laicidad positivista asume una actitud de duda dogmática. Su única certeza es la duda; duda de todo, excepto de la propia dubitación. De este modo proclama el relativismo, pero lo proclama dogmáticamente, como el último dogma que queda tras la desconstrucción de la verdad, por lo tanto como última y definitiva verdad. El hombre ya no admite instancia moral alguna fuera de sus cálculos y así los deseos se transforman en derechos.

7. La «auto-autorización» del actuar humano, o sea, el nihilismo de la técnica
Si la medida del hombre es su capacidad estamos en el nihilismo de la técnica y el hombre puede «auto-autorizarse» a hacer todo lo que sea capaz de hacer. La constatación de que la dictadura del relativismo lleva al nihilismo de la técnica decreta la insostenibilidad de una laicidad desgajada de la trascendencia. Se dice que la verdadera laicidad es la que no sólo admite o tolera la trascendencia, sino que también siente su necesidad y la promueve. En el plano de la praxis política concreta, la verdadera laicidad asume dos actitudes fundamentales: a) no pide a los creyentes que se despojen de su fe cuando participan en el debate público para asumir las únicas vestiduras de la razón; b) no concede liberad de palabra sólo a los individuos creyentes, sino también a las comunidades religiosas como tales. Esto, desde el punto de vista de la política, significa reconocer a la comunidad religiosa el derecho de ser sujeto de cultura social y política.

8. La laicidad tiene necesidad de trascendencia
Si sólo una laicidad que no excluya la trascendencia puede ser verdaderamente laica, entonces, al menos, la laicidad debe razonar «como si Dios existiera».

9. No todas las religiones garantizan por igual la apertura a la trascendencia
No todas las religiones son adecuadas por igual para garantizar a la política la necesaria trascendencia. Una religión como el budismo, por ejemplo, que propone la disolución de la persona en el “uno-todo”, es menos capaz de garantizar en sentido trascendente los derechos de la persona que una religión como la cristiana, para la cual el encuentro con Dios será un encuentro personal. Es interés de la laicidad no caer en el «lo mismo da» [en el ámbito religioso].

10. La laicidad, el cristianismo y Occidente
Este concepto de laicidad existe sólo en Occidente. Pero precisamente aquí, en Occidente, la laicidad ha asumido los caracteres de la dictadura del relativismo. Sólo aquí en Occidente, por lo tanto, puede ocurrir que la laicidad supere los rasgos de la dictadura del relativismo y se reabra a la trascendencia. Dado que, sin embargo, no todas las religiones son capaces de permitir a Occidente realizar esto en armonía con sus mejores conquistas, sino sólo el cristianismo, es evidente que Occidente no puede permitirse cortar los puentes con el cristianismo. La laicidad no es posible sin el cristianismo. Ciertamente el cristianismo no coincide con Occidente, pero si Occidente corta sus vínculos con el cristianismo, se pierde también de vista a sí mismo. Abriéndose indiscriminadamente a todo cuanto es externo, ya sin confianza en sí mismo y sin contar con el vínculo con el cristianismo, Occidente ya no logra integrar nada, tampoco en sí mismo.

miércoles, 16 de enero de 2008

Que nadie toque a Caín

El 18 de diciembre la Asamblea General de la Naciones Unidas aprobaba una resolución por la que se insta a todos los Estados a establecer una moratoria en la aplicación de la pena de muerte. La resolución se aprobó con 104 votos a favor, 54 contrarios y 29 abstenciones. Es cierto que se trata de una iniciativa política sin carácter vinculante, pero no cabe duda de que tiene un peso moral importante de cara a configurar las tendencias internacionales. Baste comprobar que en los últimos diez años, nada menos que cincuenta países han renunciado al uso de la pena capital como instrumento de justicia. No obstante, todavía existen algunos países plenamente decididos a conservar la pena de muerte. Entre los principales “ejecutores”, podemos citar: China, Irán, Pakistán, Irak, Sudán y Estados Unidos.

La doctrina católica sobre la pena de muerte está claramente recogida en la Encíclica Evangelium Vitae, de Juan Pablo II, donde por una parte, se reconoce el derecho del Estado a aplicar la legítima defensa ante los actos de delincuencia. Pero, por otra parte, se añade un juicio de orden práctico: “Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”. (E.V. 56). Es decir, la Iglesia entiende que, en las circunstancias actuales, los estados cuentan con los recursos suficientes para defenderse legítimamente de los criminales, sin necesidad de recurrir a la aplicación de la pena de muerte.

Otro argumento aducido por el propio Juan Pablo II contra la pena de muerte, lo recoge el punto 27 de la misma encíclica: “No se le prive (al reo) definitivamente de la posibilidad de redimirse”. “De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse”. En efecto, no olvidemos que, en la medida de lo posible, la justicia no ha de limitarse a castigar el delito, sino también a poner las condiciones de enmienda del reo. Difícilmente se cumpliría esta condición con la aplicación de la pena capital.

En coherencia con sus principios morales, el Vaticano ha mantenido una postura favorable a esta moratoria de la aplicación de la pena de muerte, en el Foro de Naciones Unidas, colaborando estrechamente con la Delegación italiana, que es la que ha liderado la iniciativa de la histórica resolución. Más aún, la Santa Sede ha querido felicitar públicamente a Italia por haber sido capaz de generar este amplio consenso en torno a su iniciativa; pero, al mismo tiempo, el arzobispo Celestino Migliore, observador vaticano ante Naciones Unidas, ha mostrado su deseo de que «el tema de la pena de muerte se inscriba en un marco más amplio, de promoción y defensa de la vida en todas sus fases, en todos sus momentos, desde la concepción hasta su término natural».

Curiosamente, la exitosa campaña italiana contra la pena de muerte había sido puesta en marcha por asociaciones laicas y religiosas, bajo un lema de resonancia bíblica: “Que nadie toque a Caín”. En efecto, en Génesis 4, 15, se narra que Yahvé prohibió que nadie se tomase la justicia por su mano contra Caín, cuando éste asesinó a su hermano Abel: «Quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces».

Pues bien, el éxito de la campaña italiana, culminada con la aprobación de la moratoria de la ONU, ha motivado que el diario italiano Il Foglio, se atreva a proponer otra campaña a favor de una segunda moratoria: el aborto. Si consideramos un valor moral el respeto de la vida de Caín, aunque éste sea culpable del delito de sangre, ¡cuánto más habrá que respetar la vida de Abel, la del inocente no nacido!

Mons. Elio Sgreccia, presidente de la Academia Pontificia para la Vida, ha aplaudido la iniciativa del diario italiano, afirmando en un artículo que: “No es una vuelta al pasado, sino un ir adelante. Así como se combatió la esclavitud, la discriminación entre blancos y negros, o entre ricos y pobres, se debe continuar reconociendo el derecho a la vida también en sentido vertical, los que se encuentran en estado de gestación y los nacidos, para los culpables y los inocentes”.

lunes, 14 de enero de 2008

La verdad os hará libres

Una vez más, el escritor Juan Manuel de Prada , nos ofrece una reflexión muy sugerente:

Llama la atención que en los Evangelios no se haga denuncia alguna de la esclavitud; y que, sin embargo, ya entre los primeros cristianos fuese costumbre manumitir a sus esclavos. Resulta casi imposible detectar en las palabras de Jesús alusiones que lo liguen a las contingencias de su tiempo; pero la esclavitud no era, desde luego, una mera contingencia, sino una realidad oprobiosa sobre la que se sostenía un orden social injusto. Jamás la condenó Jesús; y, sin embargo, sus seguidores más coherentes se distinguieron enseguida combatiéndola. ¿Cómo podemos explicar esta aparente contradicción? Hay una frase de Jesús que vale por todo un tratado abolicionista; una frase que ha propiciado las más diversas interpretaciones tergiversadoras, pero que en su escueta simplicidad incorpora un inequívoco mandato: «La Verdad os hará libres». Esa Verdad a la que Jesús se refiere es Él mismo: abrazándola, el hombre se libera de toda esclavitud; e, inevitablemente, quien la abraza no puede soportar que quienes están a su lado sigan sujetos a ella. Jesús se convierte así en el gran libertador; pero la libertad que promete es una libertad que se funda sobre un vínculo (y quienes hayan estudiado latín saben que `vínculo´ significa cadena): el cristiano es libre, y cree en la libertad de los demás, porque está encadenado a Jesús.

Creo que fue Chesterton quien definió a los católicos como esa gente que se había puesto de acuerdo sobre los catorce puntos del Credo, para poderse sentir libre y disentir en todo lo demás. Se trata de una libertad fundada sobre el vínculo que entablamos con la Verdad en la que creemos, muy distinta de la libertad que nos ofrece nuestra época, que es básicamente una incitación a desprendernos de cualquier vínculo, esto es, una incitación insidiosa a la esclavitud. La verdadera libertad es aquella que nos libera de la contingencia, aquella que nos ata a un algo permanente, como el náufrago se ata al mástil; la libertad a troche y moche que proclama nuestra época es en realidad el extravío del náufrago que ni siquiera tiene una tabla a la que agarrarse y se deja arrastrar por las corrientes: queremos ser libres para envilecernos, libres para hacer con nuestra vida lo que nos dé la gana, libres para destruirnos. Leonardo Castellani, un escritor argentino hoy olvidado, formidable detractor del liberalismo, escribió en cierta ocasión: «La verdadera libertad es un estado de obediencia. El hombre se liberta de la corrupción de la carne obedeciendo a la razón, se liberta de la materia sujetándose al perfil diamantino de una forma, se liberta de lo efímero atándose a un estilo, de lo caprichoso adaptándose a los usos; se liberta de su infecundidad solitaria obedeciendo a la vida, y de su misma vida caduca y mortal se liberta, a veces, perdiéndola en obediencia a Aquel que dijo: `Yo soy la Vida´. (...) La máxima libertad nace del máximo rigor, dijo Leonardo da Vinci: porque el hombre es más libre a medida que es más fuerte, y la obsesión de la libertad es la prueba de la máxima debilidad, que es la debilidad de la mente».

La libertad se ha convertido en uno de los talismanes más hinchados de nuestra época: la invocan a porrillo los políticos de izquierda y de derecha; la anteponen a cualquier otro principio, quizá porque carecen de principios. Más sorprendente me resulta que este lenguaje haya contagiado a muchos católicos españoles; pues la libertad en el católico es el corolario natural de una adhesión a la Verdad, nunca un apriorismo sobre el que se pueda fundar la vida. Ahora entre los católicos españoles se está poniendo de moda proclamarse `liberal´ o `neoliberal´, que es tanto como presumir de doncella y regentar un burdel. Y lo que caracteriza a estos católicos liberales o neoliberales es, precisamente, la conformidad en aquello en lo que deberían disentir, según la definición de católico que aportaba Chesterton, esto es, en lo que afecta a lo contingente, a la cetrina política. A veces me pregunto si esos católicos que tan unánimes se muestran en lo que deberían porfiar y discutir no habrán extraviado el sentido de obediencia y adhesión a la Verdad. Concluiré este artículo citando otra vez a Castellani: «El filósofo Santayana soñó una vez que veía pasar cuatro caballeros en cuatro caballos, negro, alazán, bayo, y el último era blanco. Los vio pasar empenachados y armados y les dijo: `¿Adónde van?´. `Vamos a libertar a los pueblos´, le contestaron. `¿Libertarlos de qué?´, les gritó el filósofo. El hombre coronado del caballo blanco le dijo: «De las consecuencias de la libertad».

sábado, 12 de enero de 2008

Teología del matrimonio

Conocer a Dios y al hombre para conocer el matrimonio

La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del amor en la que el hombre ‘nace’ y ‘crece’ ha dicho Juan Pablo II en la Christifidelis laici, n 40.


Tan importante es la vinculación de la familia con la sociedad que se puede concluir que la vida y la calidad de la sociedad están ligados al ser y existir de la familia. Y esto es así porque la persona será tal y como sea la familia.
Sin embargo, no todas las formas de familia sirven para el bien de las personas y de la sociedad. No es irrelevante que cuando el Señor vive entre los hombres haya querido vivir en una familia. Encierra una profunda enseñanza que es necesario descubrir para penetrar en la teología y el misterio de la familia: el hogar de Nazaret es la respuesta autentica a la pregunta de cómo tiene que ser la familia para que sea garantía de bien para la persona y la sociedad. Es a esa familia a la que han de pertenecer en su ser y en su hacerse todas las familias de la humanidad para que en ellas se construya el hombre, que luego construirá la sociedad.
A través, pues, de la familia discurre la historia de la salvación de la humanidad: entre los numerosos caminos de la Iglesia para salvar al hombre la familia es el primero y el más importante dice Juan pablo II en la Carta a las familias, n. 2

Familia y matrimonio

Pero la familia y el matrimonio son instituciones diferentes. Aunque están tan estrechamente relacionadas que, si se separan, una y otra se desvanecen.
La familia sin matrimonio, aquella familia que no tiene origen en el matrimonio, da lugar a formas de convivencia –los distintos tipos de poligamia, uniones de hecho, matrimonios a prueba- que nada tienen que ver con la institución familiar y no asegura la formación de la persona en su plenitud.
Y viceversa, el matrimonio que no se orienta a la familia conduce a la negación de una de sus características más radicales –la indisolubilidad- y se sustrae de la primera y más fundamental de sus finalidades: la procreación y educación de los hijos.
De todos modos, como señala Juan pablo II en la Homilía a las familias del 12-X-1980, n 5 es el matrimonio el que decide siempre sobre la familia tanto en la historia del hombre como en la historia de la salvación. De él, en efecto, recibe la familia su configuración y dinamismo.
Por ello el estudio de la familia debe aparecer siempre vinculado al estudio del matrimonio que es su origen y su fuente (Gaudium et spes, n 48) Y este a su vez debe contemplarse en la perspectiva sacramental de misterio Pascual de salvación y de historia de salvación.

Con ello no se hace otra cosa que proceder como lo hicieron el Señor y los apóstoles al anunciar la grandeza de la misión asignada por el Creador al matrimonio “desde el principio”, grandeza llevada a su plenitud por la restauración del Redentor de un modo todavía más admirable. Esta idea de que para conocer el matrimonio hemos de conocer y pensar teológicamente sobre Dios y sobre el hombre es la idea que vertebra el libro que vamos a seguir como texto básico en estas exposiciones: es Matrimonio y familia de los Profesores Miras y Bañares

El matrimonio, realidad permanente y común a todas las culturas

El término matrimonio describe una realidad conocida por todos los pueblos y culturas que, con formas y manifestaciones diversas en las distintas épocas, está configurado siempre por unos rasgos comunes y permanentes:
Catecismo de la Iglesia 1603: El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial.

Como realidad histórico-cultural el matrimonio ha sido confiado a la libertad de los que se casan: de aquí deriva el se de comienzo y se desarrollen matrimonios concretos, es decir, que un hombre y una mujer decidan libremente que surja o no un matrimonio o que este tenga unas maneras diversas de vivirse.

Pero a la vez es constante la convicción de que el matrimonio es una institución social: está determinada por unos elementos previos que transcienden la voluntad de los que se casan: es una institución y como se asume para la humanización del hombre, de esta unión depende unos bienes para la sociedad: social.
Se puede decir por tanto que pertenece a la verdad común y permanente del matrimonio según viene expresada en los diversos pueblos y culturas la determinación (es algo dado: institución) y la indeterminación (pues está confiado a la libertad: se han dado muchas formas de matrimonio: institución histórica-cultural) A pesar de esa diversidad en las formas institucionales culturales ha existido un fondo permanente y común de dignidad y grandeza. Sin duda este carácter sagrado del que viene rodeada esta institución se debe a la relación que guarda con el originarse de la vida
Además para los cristianos el matrimonio es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo. Sin perder ninguna de las riquezas que como realidad humana le corresponde es para los bautizado fuente y causa de gracia y es también el origen y fundamento de la familia sobre la que se edifica la Iglesia:
Catecismo de la Iglesia 1603 “La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47,1)


La realidad matrimonio puede enfocarse desde perspectivas distintas y por tanto ser objeto de diversas ciencias. Cuando se estudia desde la teología, la reflexión se sitúa en el marco de la historia de la salvación: ese misterio escondido en Dios por el que ha querido nuestra salvación y la ha querido contando con que naciéramos y viviéramos por el matrimonio. Lo que interesa es el logos ( el ser, la verdad, la realidad) y el ethos ( lo que debe ser) según lo desvelado por Dios cuando nos hace ver la historia de salvación a través de su Revelación histórica.
Se puede decir que la teología del matrimonio es la ciencia que, desde la razón iluminada por la fe, estudia el misterio salvador de Dios sobre el matrimonio en orden a descubrir cual sea el estilo de vida que corresponderá vivir a los casados.
La fe considera las cosas desde la revelación del misterio salvador. Luego está la razón a la que corresponde descubrir la racionalidad del misterio del matrimonio conocido por la revelación. Pero en este caso – si se puede hablar así- la razón juega aquí un papel mayor que en otros campos de la teología, pues el matrimonio es una realidad humana y natural, hunde sus raíces en la humanidad del hombre y de la mujer.

Por ello hay que mirar a Dios y hay que mirar al hombre-mujer para conocer mejor lo que sea el matrimonio en su querer divino y en su existir humano.
Y así iremos como a fuentes primarias a la Escritura, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia en cuanto constituyen una indisoluble unidad (DV 10) y como a fuentes auxiliares a las llamadas ciencias del hombre: antropología, medicina, sociología, sicología, etc.

La Sagrada Escritura nos revela por escrito el misterio del matrimonio. Hay textos a los que hay que acudir de modo decidido: los relatos de los comienzos y cómo quiso Dios que fuera la cosa matrimonial desde el principio (Gn 1, 26-28; 2, 21-25) la interpretación de esos textos por Cristo mismo (Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12; Lc 16, 18) de la vida matrimonial de los primeros cristianos (Ef 5, 22-33).
La Tradición de la Iglesia nos enseña cómo se ha ido viviendo y enseñando a vivir por los Santos Padres la realidad del matrimonio cristiano en las distintas épocas y cómo también ha habido una constante de sensus fidei y praxis. Entre todos los Padres destaca sobre todo san Agustín (+430), hasta tal grado que ha sido llamado el “doctor del matrimonio cristiano”
El Magisterio de la Iglesia ha hablado frecuentemente y de forma muy generosa de la dignidad de la institución matrimonial sobre todo en los últimos siglos, en los que a la pacífica posesión de la doctrina y praxis sobre aquella que se daban anteriormente, surgió una demoledora cultura y modos de vida que hicieron más necesaria la insistencia magisterial en sus distintas formas. Así hay que destacar:

o La Encíclica Arcanum Divinae sapientiae, de León XIII, del año 1880
o La Encíclica Casti connubii, de Pío XI, del año 1930
o Los discursos de Pío XII a los esposos y en distintas ocasiones sobre todo el Discurso a los participantes en el Congreso de la Unión católica Italiana de Comadronas, del año 1951
o La Constitución Pastoral Gaudium et spes del C. Vaticano II en el capitulo de Dignitate matrimonii (n 47-52) del año 1965
o La encíclica Humanae vitae de Pablo VI del año 1968
o La exhortación apostólica Familiaris consortio, de Juan Pablo II, año 1981
o Carta a las familias (Gratissimum sane) de Juan Pablo II, año 1994
o El Catecismo de la Iglesia Católica, de Juan Pablo II del 11 de octubre de 1992 trata de la institución matrimonial principalmente en dos momentos:
§ En la Parte de la Vida de Cristo, los Mandamientos, como ethos familiar, como debe ser la familia para amar al prójimo y a Dios en ella y por ella: 4º mandamiento amor de los hijos padres etc: nos 2201 y ss; y dentro del 6º mandamiento lo concerniente a la sexualidad como amor: hombre y mujer los creó: nos 2331 y ss
§ En la consideración como sacramento a partir del n. 1601

En el “principio” fue así

Como afirma Juan Pablo II: Es significativo que Cristo, en su respuesta a los fariseos, en la que se remite al “principio”, indica ante todo la creación del hombre con referencia al Génesis 1, 27: “El Creador al principio los creó varón y mujer”; sólo a continuación cita el texto del Génesis 2, 24 (Audiencia general sobre el Génesis (AG) del 19-9-1979) Son ideas éstas recogidas en el libro Varón y mujer, teología del cuerpo de Juan Pablo II.
La referencia al “principio” hecha por Cristo tiene gran fecundidad desde diversas perspectivas. Es sabido que la creación del hombre, varón y mujer, es narrada en el Génesis en dos relatos: en uno se describe la creación del hombre y la mujer en un sólo acto, Gen 1, 26-28.31

26 Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra.
27 Creó, pues, Dios al ser humano a su imagen, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.
28 Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.»(…)
30 (…)Y así fue.
31 Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno. Y atardeció y amaneció: día sexto.
En el otro, se procede a describir la creación por separado, primero del varón, después de la mujer, junto con muchos detalles antropológicos propios del texto mas antiguo que el anterior, pero de gran riqueza y profundidad típica, al formular la más antigua verdad sobre el hombre y su conciencia de hombre como tal, distintamente del primer capítulo que es posterior en su redacción y ya con adquisiciones más elaboradas: Gen 2, 7.18-24
7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.(…)
18 Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada.»
19 Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera.
20 El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada.
21 Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne.
/22 De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.
23 Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.»
24 Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y serán una sola carne.


Los frescos de Miguel Angel de la bóveda de la Capilla Sixtina nos ilustran estos pasajes y entre ellos el debatido de la creación por pasos de ambos y de la mujer de la costilla del hombre en sopor es abordado por Juan pablo II en su catequesis de los miércoles con una originalidad y riqueza sorprendentes:
“La afirmación de Dios-Yahvé “no es bueno que el hombre esté solo”, aparece no sólo en el contexto inmediato de la decisión de crear a la mujer (”voy a hacerle una ayuda semejante a él”), sino también en el contexto más amplio de motivos y circunstancias, que explican más profundamente el sentido de la soledad originaria del hombre (…)Ya a través de esto, se subraya la subjetividad del hombre, que encuentra una expresión ulterior cuando el Señor Dios “trajo ante el hombre (varón) todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo las llamaría” (Gen 2, 19). Así pues, el significado primitivo de la soledad originaria del hombre está definido a base de un “test” específico, o de un examen que el hombre sostiene frente a Dios (y en cierto modo también frente a sí mismo). Mediante este “test”, el hombre toma conciencia de la propia superioridad, es decir, no puede ponerse al nivel de ninguna otra especie de seres vivientes sobre la tierra.

En efecto, como dice el texto, “y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera” (Gen 2, 19). “Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo; pero —termina el autor— entre todos ellos no había para el hombre (varón) ayuda semejante a él” (Gen 2, 19-20).
5. Toda esta parte del texto es sin duda una preparación para el relato de la creación de la mujer. Sin embargo, posee un significado profundo, aún independientemente de esta creación. He aquí que el hombre creado se encuentra, desde el primer momento de su existencia, frente a Dios como en búsqueda de la propia entidad; se podría decir: en búsqueda de la definición de sí mismo. Un contemporáneo diría: en búsqueda de la propia “identidad”.

La creación del hombre, varón y mujer

De los dos relatos de la creación del “principio” se desprenden algunos elementos fundamentales sobre el matrimonio y la familia de los que podemos destacar, siguiendo el libro Matrimonio y Familia de Miras-Bañares, los siguientes:
• Dios, que es Amor y vive en si mismo un misterio de comunión personal de amor, ha creado al hombre varón y mujer, a su imagen y semejanza, es decir con la dignidad de persona, y por tanto como un ser capaz de amar y ser amado. Mas aún, lo ha creado por amor y lo llama al amor, no a la soledad: esta es la “vocación fundamental e innata de todo ser humano
• Varón y mujer son iguales en su dignidad de personas y, a la vez, distintos: su condición sexuada –masculina y femenina— es condición de la persona entera, que da lugar a dos modos diversos, igualmente originarios, de ser persona humana
• Precisamente esa diversidad los hace complementarios: entre todas las criaturas vivientes solo el varón y la hembra se reconocen como ayuda adecuada el uno para el otro en cuanto personas como otro yo a quien es posible amar
• En virtud de esa complementariedad natural, la atracción espontánea entre varón y mujer puede convertirse por obra de su entrega mutua, en una unión tan profunda que hace de los dos «una sola carne», y por tanto es indivisible (como la propia carne, que no puede separarse sin mutilación) y exige fidelidad exclusiva y perpetua (no pueden ser ya otra carne, siendo una sola)
• Esa unión lleva aparejada la bendición divina de la fecundidad, como promesa y como misión conjunta del varón y la mujer hechos una sola carne por su elección y entrega reciproca..
Así pues, la dignidad personal del varón y de la mujer, y su consiguiente vocación al amor, encuentran una primera y fundamental concreción en el matrimonio: una comunión de amor fecunda, que —a semejanza del amor divino— se vuelca en dar la vida a otros y en cuidar del mundo, ámbito de la existencia humana.
De este modo, la unión conyugal es imagen visible —grabada en la misma naturaleza humana desde su origen— de la comunión de amor personal que se da en la vida intima de Dios, y del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Al mismo tiempo, y por la misma razón, es imagen de la realización plena de la vocación del hombre al amor, que culmina en la unión eterna con Dios.

El desorden introducido por el pecado

Después de mostrar la situación original de amistad con Dios y de armonía entre varón y mujer, con ausencia de todo ma1, el libro del Génesis narra, en un lenguaje hecho de expresivas imágenes, el pecado original (Gen 2, 8-15), que tiene como consecuencia la ruptura de aquella armonía original en ambas direcciones (respecto a Dios y en las relaciones mutuas), y la consiguiente proliferación del pecado en la vida de los hombres, a causa de la debilidad de la naturaleza humana caída
Compendio del Catecismo n . 75, ¿En qué consiste el primer pecado del hombre?
El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso «ser como Dios» (Gn 3, 5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la santidad y de la justicia originales.
Compendio n. 77. ¿Qué otras consecuencias provoca el pecado original?
Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.

También ese relato contiene elementos imprescindibles para la comprensión del matrimonio coma designio de Dios confiado a la libertad del hombre y, por eso, sometido a la falibilidad humana: El pasaje del Génesis que nos interesa considerar a este propósito es el siguiente:

6 Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió.
7 Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores.
8 Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín.
9 Yahveh Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?»
10 Este contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí.»
11 El replicó: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?»
12 Dijo el hombre: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí.»
13 Dijo, pues, Yahveh Dios a la mujer: «¿Por qué lo has hecho?» Y contestó la mujer: «La serpiente me sedujo, y comí.»(…)
16 A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará
.
Consideremos algunas de estos elementos:
• Con el pecado, entra en la vida del hombre la experiencia dolorosa del mal, que se hace sentir en su propio corazón y en su entorno. El mal afecta también específicamente a las relaciones entre el var6n y la mujer, y , en consecuencia, a la veracidad de la imagen del amor de Dios que constituye su uni6n conyugal.
• Ese desorden, aunque sus efectos puedan percibirse como algo normal en la propia vida y en el clima social, no es lo natural: no se origina en la naturaleza humana, sino en el pecado. La ruptura de aquella comuni6n original entre var6n y mujer es la consecuencia primera de la ruptura del hombre con Dios.
• Concretamente, las relaciones entre varón y mujer sufren tensiones y distorsiones derivadas del desorden fundamental de la soberbia egoísta (que incapacita especialmente para el don generoso de si mismo y para la comunión personal), y se ven amenazadas por la concupiscencia, el espíritu de dominio posesivo, el deseo arbitrario, el agravio reciproco, el temor y la debilidad, la discordia y la infidelidad.
• Esto hace que, en la situación de la naturaleza humana calda, la realización del amor conyugal conforme a la verdad de su origen no pueda darse ya sin lucha y esfuerzo, apoyados en la ayuda del Señor: “a causa del estado pecaminoso contraído después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el significado del recíproco don desinteresado”
Así pues, el matrimonio, como el propio ser humano, queda oscurecido y gravemente perturbado por las heridas del pecado: esto explica las deformaciones y los errores, teóricos y prácticos, que se han dado —y se dan— en la vida de los hombres respecto a la naturaleza, propiedades y fines de la unión conyugal.
Pero —del mismo modo que el ser humano— el matrimonio no pierde totalmente su valor y significado genuinos, porque, a pesar de las consecuencias del pecado, la verdad de la creación, subsiste profundamente arraigada en la naturaleza humana. Precisamente por esto, en todas las épocas, las personas de buena voluntad se sienten íntimamente inclinadas a no conformarse con cualquier versión deshumanizada de la unión entre varón y mujer. Y esa profunda connaturalidad con que el ser humano intuye y añora el verdadero sentido del amor al que está llamado—a pesar de las dificultades que experimenta— es lo que permite a Dios apoyarse en la imagen del matrimonio para darse a conocer a los hombres y realizar su plan de salvación.

El matrimonio, símbolo de la Alianza entre Dios e Israel

Después de la caída, lejos de abandonar al hombre, Dios sigue acompañándole con su misericordia, mientras va desarrollando paulatinamente su plan de salvación. Bajo la Ley Antigua, con una pedagogía llena de paciencia, va haciendo madurar progresivamente la conciencia de la verdadera naturaleza y de las exigencias del matrimonio, preparando los corazones endurecidos para aceptar un día íntegramente esa verdad:

Catecismo de la Iglesia 1610. La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de “la dureza del corazón” de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19,8; Dt 24,1).

Catecismo de la Iglesia 1611. Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Mal 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del amor de Dios, amor “fuerte como la muerte” que “las grandes aguas no pueden anegar” (Ct 8,6-7).

En el cuadro de Rembrandt donde él y su mujer Saskia posan como Isaac y Rebeca es un buen este modo de ilustrar al afecto nupcial, y nos ayuda a ver que la imagen de la alianza nupcial entre Dios e Israel fue disponiendo a los hombres pare «la nueva alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se uni6 en cierta manera con toda la humanidad salvada por e1” (Cfr Gaudium et spes, 22) preparando así `las bodas del cordero’ (Ap 19, 7-9), la unidad definitiva en Cristo de todos los hijos de Dios, con la que culminara la historia de la salvación.
Catecismo de la Iglesia 1613. En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
En la reciente Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis de Benedicto XVI, el Papa recuerda la Tradición de las relaciones entre los dos sacramentos “esponsales” Eucaristía y Matrimonio en su número 27. La Eucaristía, sacramento de la caridad, muestra una particular relación con el amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro tiempo. El Papa Juan Pablo II ha tenido muchas veces ocasión de afirmar el carácter esponsal de la Eucaristía y su peculiar relación con el sacramento del Matrimonio: « La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa ».( Carta apostólica “Mulieris dignitatem” , 26)

El matrimonio, redimido por Cristo

Si el matrimonio queda afectado por las heridas del pecado, que desfiguran la imagen de Dios en el hombre, la redención realizada por Cristo, al restaurar la imagen divina en la criatura humana, redime también el matrimonio: le devuelve, llevada a su perfección, la capacidad de ser imagen real del amor de Dios a los hombres.
La Iglesia ha reconocido siempre como un gesto de gran trascendencia la presencia de Jesús en las bodas de Cana, y el hecho de que, a instancias de su Madre, realizara su primer milagro precisamente en esa ocasión. De este modo, Cristo confirma la bondad del matrimonio y anuncia que, en lo sucesivo, Serra un signo eficaz de su presencia salvadora.

Además, Jesús enseña expresamente en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio. El texto fundamental que ha meditado la Tradición de la Iglesia es esta conversación recogida en el Evangelio de San Mateo: «Se acercaron unos fariseos y le preguntaron para tentarle: ‘tLe es licito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?’ EI respondió: ‘, No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una Bola carne? De modo que ya no son dos, sino una Bola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’. Ellos le replicaron: “¿Por que entonces Moisés mando dar el libelo de repudio y despedirla?” El les respondió: `Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro coraz6n; pero al principio no fue así’. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer (…) y se case con otra, comete adulterio’(Mt 19, 3-9).

Los fariseos, que buscan poner a Jesús en contradicci6n con la Ley de Moisés, dan muestras de una comprensi6n del matrimonio desvirtuada por la influencia del pecado y de la debilidad humana. Y la reacción asombrada de los propios discípulos ante esta enseñanza del Señor demuestra claramente hasta que punto estaba extendida esa conciencia. La “dureza de corazón”, consecuencia de la naturaleza calda, incapacitaba a los hombres para comprender íntegramente las exigencias de la entrega conyugal y para considerarlas realizables, por eso Dios, en su pedagogía gradual, tolero temporalmente algunas conductas err6neas. Pero llegada la plenitud de los tiempos, cuando el Hijo de Dios va a cumplir la obra de la redenci6n, ha llegado también el momento de restaurar en la conciencia de los hombres la verdad del principio.

El Catecismo explica así la razón de este cambio definitivo en la pedagogía divina:
Catecismo de la Iglesia, 1615 Viniendo para restablecer el orden inicial de la creaci6n perturbado por el pecado, [Jesús] da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a si mismos, tomando sobre si sus cruces, los esposos podrán `comprender el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo
El hombre continua, ciertamente, afectado por las heridas del pecado, pero la Nueva Ley, a diferencia de la Ley Antigua, no solamente indica el bien que hay que hacer y el mal que hay que evitar, sino que, con la gracia ganada por Cristo en la Cruz, da la fuerza para obrar como hijos de Dios, liberando así de la esclavitud del pecado. Cristo “revela la vedad originaria del matrimonio, la verdad del “principio” y, liberando al hombre de la dureza de corazón, lo haré capaz de realizarla plenamente (Familiaris consortio, 13).

Pero la redención no solo restaura la significación natural originaria de la unión conyugal, sino que la perfecciona en el orden sobrenatural. Cristo, al elevar el matrimonio a la dignidad de sacramento, lleva a plenitud el significado que había recibido en la creación y bajo la Ley Antigua:

“esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana y en el sacrificio que Jesucristo hace de si mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación. El matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que esta ordenado interiormente: la caridad conyugal, que es el modo propio y especifico con que los esposos participan y están Llamados a vivir la misma caridad de Cristo, que se dona sobre la cruz”( Familiaris consortio, 13).

miércoles, 9 de enero de 2008

La idea de progreso

En su interesante libro “Sociología del desarrollo sostenible” el catedrático de sociología José Pérez Adán describe bien, entre otras cosas, el “mito del progreso” que tanto ha influido en el pensamiento de la modernidad:

La idea actual de progreso y desarrollo arranca inicialmente del pensamiento judeo-cristiano, según el cual la historia no es cíclica, como pensaban griegos y romanos, sino que tiene un sentido lineal, la historia posee una teleología, que en este caso era Dios, el Paraíso. Aparece en el horizon¬te del pensamiento occidental la idea de una meta a alcan¬zar, y por tanto el sentido de «ir a más».

Este planteamiento novedoso en la historia de las sociedades humanas va a sufrir una transformación en el inicio de la modernidad, se produce su secularización y aparece lo que podríamos denominar al mito del progreso indefinido. Este mito es consecuencia directa de otras dos ideas fundamentales en la construcción de la modernidad: el racionalismo y una percepción de la libertad distinta a la que se había producido en la cultura medieval anterior. El postulado fundamental del racionalismo es que la verdad reside en la mente del sujeto pensante como efecto de la compresión del mundo material y es precisamente este planteamiento de la verdad científica el que se difunde por Europa y América a partir del XVII. Por tanto el hombre moderno sólo puede aceptar como válido lo materialmente verificable y además corroborado por el propio entendimiento.

Una vez incorporado el concepto de verdad al interior del sujeto pensante la modernidad avanza un paso más: si todo es praxis, las normas de comportamiento y los criterios de moralidad pueden ser pactados. Es en este momento cuando se equipara la libertad a la autonomía y la conciencia individual se entiende como norma suprema del obrar independientemente de ninguna responsabilidad histórica ante nadie.

De la conjunción de estas dos apuestas de la conciencia colectiva de la modernidad, racionalismo y libertad entendida como autonomía, se gesta el mencionado mito del pro greso indefinido de la sociedad. Por un lado la inteligencia es capaz de descubrir todas las verdades a través del método científico, por otro lado el nuevo concepto de libertad permite la investigación científica sin trabas morales, «pura». En consecuencia el progreso se convierte en una especie de movimiento uniformemente acelerado: siempre se progresará, la sociedad siempre será mejor.

Las ciencias naturales ejercieron un papel importante en la configuración de esta idea de progreso en occidente: aportaron las bases de las innovaciones productivas en la industria y en la agricultura y formaron parte de ese proceso de cambio de mentalidades que acabamos de exponer. Del mis¬mo modo que se difundió esta mentalidad, en los siglos XVII y XVIII se generalizó la idea del valor de los beneficios materiales. Todo esto conectó perfectamente con el nacimiento de las ciencias sociales, pues los primeros científicos sociales tenían la esperanza de reunir un corpus de conocimientos sobre los fenómenos de la sociedad empíricamente válidos a través del método científico de las ciencias naturales con el fin de contribuir al progreso social en el cuan creían.

Auguste Comte, padre del positivismo, planteó la posibilidad de construir un orden social perfecto basado en leyes científicas siempre que se comprendiera que la civilización humana evolucionaba en su cultura a través de una serie de etapas, que él creía haber descubierto. Karl Marx (1818-1883) consideró que el progreso estaba regido por las leyes materialistas del desarrollo histórico que debían ser puestas al descubierto por la ciencia social. El británico Spencer (1820-1903) creyó hallar en la especialización funcional la ley más importante del desarrollo social.

Como se puede observar, la idea de progreso es el hilo conductor sin el cual no se pueden enmarcar los trabajos de los padres de la sociología, a pesar de seguir cada uno de ellos líneas totalmente divergentes. Del mismo modo, la teoría económica clásica (y después la neoclásica) se ocupaba de descubrir los factores –las leyes que fomentaban el crecimiento económico. La experiencia del siglo XX con toda su eficacia destructora de la vida nos ha mostrado, sin embargo, que las creencias de los siglos XVII y XVIII en el mito del progreso indefinido eran solamente eso: un mito.

domingo, 6 de enero de 2008

El aborto y el regreso cultural

Ayer (5/01/2008) publicaba e diario ABC este magnífico artículo del profesor ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS que reproducimos.

ESTE tema debe ser tratado con toda serenidad, hablando a la inteligencia desde la inteligencia, sin enconos ni prejuicios, es decir, sin juicios previos infundados, inspirados más por la pasión que por el entendimiento; evitando términos ofensivos, aunque ciertas prácticas lesionen nuestra sensibilidad.
Por otra parte, la gravedad del tema nos urge a usar un lenguaje claro, preciso, que llame a las cosas por su nombre, sin afán de emboscar la realidad, por dura que sea. No es adecuado decir, por ejemplo, que se «interrumpe un embarazo». El término «interrumpir» sugiere una acción pasajera, como cuando se interrumpe una conversación para reanudarla después. En el caso del aborto, se anula para siempre un proceso biológico cuyo fruto iba a ser muy pronto, en cuestión de meses o semanas, un nuevo ciudadano, un ser dotado de plenos derechos y deberes.

Al tratarse de una cuestión muy seria -en la que se juega a diario la vida de multitud de seres humanos-, es ineludible y urgente llegar a convicciones firmes. Para ello, nuestro razonamiento ha de partir de hechos innegables, que todos los ciudadanos debamos aceptar, con independencia de nuestra filiación política y nuestras creencias religiosas. Sólo así tendremos un punto de partida común, sobre el cual edificar nuestro discurso. La discusión sobre el aborto se oscurece, a menudo, por apoyarse en vocablos muy ambiguos, que ningún área de conocimiento ha logrado clarificar de modo irrebatible. Se indica, a veces, que hasta el momento de la anidación no puede considerarse el feto como una persona. Pero no se alude siquiera al hecho de que el concepto de persona es dificilísimo de definir, debido a su interna riqueza. Mucho más lo es precisar en qué momento del proceso de gestación presenta el feto las características de un ser personal. No es razonable querer decidir la licitud o ilicitud del aborto en virtud de afirmaciones que hoy por hoy no podemos fundamentar debidamente. Hemos de basarnos en hechos ciertos, reconocibles por todos. Entre tales hechos figuran los siguientes.

1. Tras muchos vaivenes, la humanidad ha conseguido a lo largo de siglos incrementar el respeto a la vida, hasta el punto de que muchos países han renunciado a aplicar la pena capital incluso a los delincuentes más peligrosos. Esta actitud es considerada, generalmente, como un signo de verdadero progreso en humanidad, un avance en cuanto a madurez pues supone un ascenso de nivel. En el nivel 1 (el del control y el dominio), el procedimiento lógico para resolver los problemas de convivencia es alejar definitivamente de la vida social a quienes la lesionan de forma violenta. En el nivel 2 -el de la creatividad y el encuentro- se piensa que la vida humana es un don maravilloso, enigmático, del que la humanidad se siente depositaria pero no dueña. Disponer de una vida humana nos parece hoy una desmesura tal a multitud de personas que preferimos respetar la existencia de quienes parecen empeñarse en privarla de todo sentido. Nos mueve a ello, entre otras razones, la convicción de que el ser humano posee una capacidad de iniciativa suficiente para hacer posible una recuperación, por inverosímil que sea en ciertos casos.

2. Cuando acontece la concepción, se inicia un proceso asombroso que, de no ser alterado violentamente desde fuera, llega casi siempre a término y da como fruto un nuevo ser personal. Se trata de un proceso unitario -no dividido en fases cualitativamente distintas, como se pensaba en la Edad Media- que aboca al nacimiento de un ser humano, merecedor -por derecho propio- de llevar un nombre -Juan, María...- y formar parte de nuestra sociedad con plenitud de derechos y deberes.

3. Echar a andar el proceso de gestación de un nuevo ser humano -con cuanto implica- es un acto que exige mucha responsabilidad. Ser responsable significa, en este caso, responder a la llamada que nos hace un valor. Los valores no sólo existen; se hacen valer. Una vida humana -aunque se halle en estado de formación- implica un valor, porque es una «fuente de posibilidades de diverso orden». Cuando uno responde positivamente a ese valor, se hace responsable de las consecuencias de tal respuesta; responsable, por tanto, de la nueva vida que vendrá pronto a incrementar nuestra comunidad de personas. Todo lo relativo a las fuentes de la vida merece un inmenso respeto, pues, al entrar en contacto con ellas, tocamos fondo en la realidad que nos sostiene a todos.

4. En ciertos casos, el feto presenta malformaciones que permiten presagiar en el futuro anormalidades graves. Aceptar a un hijo marcado con una tara que hará difícil o imposible una mínima calidad de vida supone un sacrificio notable por parte de los padres.

5. Los padres se hallan a veces en condiciones poco propicias para tener un hijo y atenderlo debidamente. a) son muy jóvenes y necesitan seguir formándose; b) aun siendo ya adultos, carecen de recursos económicos; c) cuentan con medios, pero quieren disponer de libertad para vivir la vida sin trabas; d) por diversas circunstancias no quieren reconocer en sociedad su condición de padres.
Frente a estos hechos, ¿qué actitud nos recomienda adoptar nuestra razón, con su capacidad de razonar, discernir y decidir libremente, con libertad creativa, inmensamente superior a la mera libertad de elegir arbitrariamente? La primera recomendación es no buscar razones para legitimar el aborto en contra de los derechos de seres indefensos y a favor de la «capacidad de maniobra» de los mayores. El respeto a la vida humana debe ser incondicional y absoluto. Razones para anular la vida no es difícil encontrarlas, porque el afán de dominio nos ciega para los valores y consideramos como válidas unas razones que están lejos de serlo. Una vez abierta esta vía del dominio y el manejo arbitrario de la vida de otros seres, pueden encontrarse razones para eliminar no sólo a quienes todavía carecen de voz y no pueden reclamar sus derechos, sino a quienes no se acomoden al modelo de «vida útil y justificable» que impongan los grupos más poderosos. Todo el que conozca la historia de la llamada «gran catástrofe humana» del siglo XX no podrá sino alarmarse ante el panorama que se abre ante nosotros cuando renunciamos a un logro de la Humanidad que debiera ser definitivo y, por tanto, intocable: el respeto incondicional a la vida humana en toda situación (punto 1).

Si adoptamos esta actitud respetuosa -lo que supone un avance en madurez-, no dudamos en movilizar la imaginación creadora para buscar soluciones viables y dignas a los problemas señalados en los puntos 4 y 5. La humanidad actual tiene en su mano multitud de medios para dar una salida digna a situaciones problemáticas. Lo saben bien quienes trabajan en asociaciones de ayuda a jóvenes desamparadas.
Considerar como signo de progreso la legalización del aborto y, en nombre del «progresismo», defender a ultranza la práctica más amplia posible del mismo denota una confusión mental sumamente peligrosa, pues nos hace regresar a épocas de un primitivismo cultural y moral que hoy nos abochorna. No olvidemos que la cultura consiste, radicalmente, en crear formas de unidad valiosas con el entorno, sobre todo con el humano. Lo verdaderamente culto es respetar incondicionalmente la vida humana. A este alto grado de cultura habíamos llegado. Con la práctica del aborto perdemos incomprensiblemente este bien de la Humanidad, más valioso todavía que los edificios, ciudades y parques naturales que consideramos como un «patrimonio universal» y cuidamos con sumo esmero.