domingo, 28 de octubre de 2007

Enseñar a pensar

Uno de los principales desafíos de la educación integral –qué duda cabe– es enseñar a pensar. Todo educador que aspire a algo más que "cubrir el expediente", es decir, todo educador que ame realmente al educando, sabe que debe ayudarle a desarrollar el propio criterio. Todo buen educador intuye que un aspecto fundamental de su tarea es fomentar el desarrollo de una inteligencia, porque sólo con ella se puede descubrir y apreciar la verdad y el bien sobre los que poder construir libremente un proyecto personal que valga la pena.
 

Los padres y educadores tienen que encontrar el tiempo y el momento adecuado para hablar con los hijos sobre todos los temas. Con ocasión de una excursión en la que vemos la grandeza y la belleza de la Creación, o de un acontecimiento familiar importante, con ocasión de una lección de Ciencias naturales que el chico está estudiando, o de los temas que surgen en la clase de Religión, aprovechar para hablar despacio con los niños. En primer lugar escuchándole, para hacernos cargo de cómo está su cabeza por dentro. Si no, corremos el peligro de soltarle un "rollo" muy bien intencionado, pero poco útil para él. Es muy conveniente tirarle de la lengua, y escuchar con paciencia a que termine sus explicaciones y preguntas, como también hacerle preguntas y observaciones, o plantearle cuestiones para ver cómo es capaz de argumentar.

pequeños filósofos

Se educa en todo momento, no sólo cuando uno se lo propone en lo que podríamos llamar una acción "específicamente educativa". Al ir juntos en el coche, al salir de compras, mientras desayunamos, comemos o cenamos, en cualquier oportunidad que nos brinde la convivencia diaria puede surgir una actitud, un juicio, una pregunta, un comentario de incalculable valor formativo para los hijos... y no pocas veces también para los padres. Y si no surge podemos provocarlo, como dicen que hacía Sócrates con sus alumnos mediante el célebree método de la mayéutica (obstetricia), con el que –mediante ejemplos, preguntas y argumentaciones– ayudaba a "dar a luz" las verdades universales que laten en la vida cotidiana. Si se toma como un hábito puede ser incluso divertido.

Pensamiento y lenguaje van, normalmente, íntimamente unidos. No pocas veces las dificultades con el lenguaje son manifestación de un pensamiento poco fluido. Una buena manera de enseñar a pensar será empezar por hacer clarificaciones y matizaciones que ayuden a expresar mejor lo que se ha dicho. Preguntas como: ¿debemos entender cuando dices esto que...? ¿significa lo que estás diciendo que tal cosa es de este modo...? ¿lo que dices podría ser lo mismo que...? corrígeme si me equivoco, pero ¿lo que estás diciendo significa que...? ¿estás sugiriendo que...? de lo que has dicho ¿se puede deducir que...? Esta "gimnasia mental" –sin agobiar, sin caer nunca en el exceso, siempre reprobable– puede hacer que se agilice enormemente el pensamiento y se acostumbre a utilizar con precisión las palabras. En esta misma línea no estaría de más de vez en cuando pedir que se defina un término con idea de aclarar su significado: Cuando usas la palabra... ¿qué quieres decir exactamente? ó ¿a qué se refiere la palabra...?

argumentos consistentes

Pensar es relacionar y argumentar: encadenar ideas y juicios. Generalmente partimos de algo y llegamos a algo, por eso es conveniente aclarar las premisas y afianzar las conclusiones con razones bien trabadas. Lo primero es tomar conciencia en los supuestos que laten en una afirmación: lo que dices ¿se apoya en...? ó ¿estás suponiendo que...? pueden ayudar, pero pronto nos enfrentaremos a la necesaria solidez de un razonamiento: ¿cuál es la razón para decir esto...? ¿qué te hace pensar que...? ¿en que apoyas esta afirmación...? ó ¿por qué piensas que esto es así...? pueden ser preguntas que obliguen a razonar más sólidamente, a no precipitasrse o, lo que sería más peligroso, a no dejarse llevar por un simple prejuicio.

No menos importancia, en este empeño por enriquecer el pensamiento, puede tener todo lo que vaya orientado a buscar alternativas: Afirmas esto, pero hay personas que piensan que... ¿de qué otra forma se podría ver esta cuestión? ¿piensas que tu punto de vista es el único en este tema? ¿qué pasaría si alguien sigiriera que...?

desmontar falacias

Dentro del arte de "enseñar a pensar" merece un capítulo aparte la ardua pero fructífera labor de desmontar las posibles falacias que nos irán saliendo al paso en la conversación cotidiana. Entendemos por falacias aquellos pseudorazonamientos que, aunque incorrectos, resultan persuasivos. Las hay de distintos tipos, como el argumento ad hominem cuando en lugar de refutar la verdad de lo que se afirma se ataca a la persona que hizo la afirmación. Siempre puede darse una postura emocional que nos predisponga contra lo que pueda decir otro, pero es fundamental que eso no nos impida juzgar lon que dice con un mínimo de objetividad.

Otro tipo de falacia es la que podríamos clasificar como argumento "ad populum" que es cuando se justifica una determinada acción porque "todo el mundo lo hace". Se supone que algo está bien si lo hace todo el mundo, con lo que pasamos a utilizar el engañoso criterio de "normalidad" como pauta de nuestra conducta. Mucha gente no aspira a ser buenos sino "normales". Muy utilizada por la publicidad –siempre omnipresente– está la falacia de apelar a la autoridad equivocada. Es el caso de los futbolistas que promocionan jabones, de las estrellas de cine que anuncian las ventajas de un determinado seguro de vida o de las modelos que promocionan una determinada marca de cigarrillos. Son ejemplos hipotéticos, pero ya nos entendemos... No estará de más una breve pero punzante reflexión con los hijos cuando surja el tema en la conversación: ¿crees realmente que el hecho de que tal futbolista anuncie la marca X garantiza la calidad de ese producto? ¿si la mayoría dice que hacer X está bien, te parece que es suficiente argumento?

la inteligencia moral

Entramos aquí en otro capítuulo apasionante, que podríamos titular como el de la "inteligencia moral". Los niños están muy necesitados de referencias morales que les ayuden a distinguir en la práctica lo que está bien de lo que está mal. Todos estamos convencidos de que, para ser feliz, es más importante ser buena persona que tener un cuerpo atlético, o saber mucho inglés. Es necesario, por tanto, enseñar distinguir el bien del mal y para eso también debe entrenarse la inteligencia.

Al llegar a los 6 ó 7 años (uso de razón) el niño descubre que es libre y nota la llamada del bien de modo que se crea en él una fuerte necesidad moral, ya que esa llamada tiene un sabor de absoluto, porque es la llamada de Dios a la conciencia. Entre los 9 y los 12 años, se desarrolla el Periodo Sensitivo de asentamiento de las verdades más profundas y del sentido último de la existencia. Si queremos ayudar al desarrollo de una conciencia (y una personalidad) equilibrada hemos de ayudarles a pensar con criterio sobre lo que está bien y lo que está mal.

Atendiendo a las circunstancias de cada momento podremos ayudarles mucho en estas etapas: si te gusta hacer algo ¿es suficiente razón para pensar que eso es bueno? Si a mucha gente le gusta algo ¿eso lo hace bueno? Si prefieres las manzanas a las naranjas ¿significa que las manzanas son mejores que las naranjas? cunado no quieres hacer algo ¿es porque piensas que eso es malo? ¿es posible que aun sabiendo que algo es malo nos guste? ¿puede algo ser valioso aunque nadie lo valore? ¿qué prefirirías, algo sin valor que todo el mundo quiere o algo valioso que casi nadie quiera? ¿A veces te pasa que dices que no te gusta una comida que nunca has probado? ¿Te pasa que dices alguna vez que no te gusta una persona a la que apenas conoces? ¿cuándo dices que una película (o una serie de televisión) te gusta ¿qué quieres decir exactamente? ¿sabes por qué te gusta? A veces dices que te gusta leer ¿por qué?

Estas u otras muchas preguntas similares pueden ayudar mucho a descubrir el verdadero camino que conduce al bien. No olvidemos que una de las principales funciones de la inteligencia es ésta. Hemos de hacer que cada uno se mueva libremente hacia el bien: "hacer las cosas porque entiendo que son buenas" no sólo por estricto sentido del deber. El puro sentido del deber es capaz de mover en ocasiones, y sólo a algunos, pero es demasiado frío como para impulsarnos a fondo. Quien obra sólo por deber, tiende a quedarse en la mediocridad, en cumplir los mínimos morales exigidos.

razones y creencias

Por último, aunque no por eso sea cuestión de menos importancia (last but non least), está el gran tema de las razones y las creencias. Todos funcionamos intelectualmente con unos supuestos. Si vamos a la raíz de nuestras afirmaciones o posicionamientos vitales descubriremos que hablamos y pensamos desde algún supuesto o creencia que no podemos demostrar racionalmente, o dicho de otro modo, desde una fe. La cuestión aquí sería: ¿es razonable creer? ¿hemos de reducir todo a los límites de la razón?

Es evidente que muchas cosas las sabemos porque nos fiamos de otras personas. En este sentido podemos decir que la fe es un acto fundamental de la existencia humana. No podemos vivir sin ejercitar una fe humana. Es razonable creer lo que dicen determinadas personas. No es bueno caer en el racionalismo o en el positivismo extremado como se cuenta de aquél empirista inglés que al pasear por el campo con un amigo vieron un rebaño de ovejas que habían sido esquiladas recientemente y, al hacérselo notar el amigo, exclamó: "sí, han sido esquiladas, al menos por este lado que vemos".

sólo el amor es digno de fe

Nadie puede dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa nuestra vida en una civilización técnica. No podemos reducir todo conocimieento a la evidencia ¿Quién va a verificar la estática del edificio en el que vive? ¿y el ascensor? ¿y el producto farmacéutico que tomamos? La vida humana sería imposible si no hubiera confianza en los otros. Nadie puede fiarse sólo de su propia experiencia o de su propia razón o conocimientos. Por eso es razonable creer, y debe admitirse como algo sensato fundamentar cosas o afirmaciones en creencias. Dice Tomás de Aquino que La incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre y no le falta razón. Por eso es razonable inculcar a los hijos la confianza en determinadas convicciones y en determinadas personas, cosa que está muy lejos de la credulidad boba. Podemos fiarnos –y nos fiamos de hecho– de las personas que nos aman.

Un buen ejemplo de ello es la amistad. Sería curiosa –y pobre– una amistad (o un amor) sólo por motivos racionales (que fuera consecuencia de un silogismo: "teniendo en cuenta que tal y tal... en consecuencia te amo"). El amor no es irracional, es transracional. Nace muchas veces como consecuencia de una inclinación o un impulso que poco tienen que ver con la razón (eros, sentimiento de simpatía, etc.) pero no es algo que suponga detrimento de la razón, como bienn explica Juan pablo II en su encíclica Fides et Ratio (nº 32):

Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.

jueves, 25 de octubre de 2007

El placer en Aristóteles

Seguimos profundizando en el pensamiento de Aristóteles tal como se puede leer en sus Eticas




Todos reconocen que el dolor es un mal. Y lo que se opone al dolor es el placer. Por eso, aunque puede haber placeres malos, todos incluyen el placer en la trama de la felicidad.

El placer se presenta íntimamente asociado a nuestra naturaleza. Por eso los educadores se sirven del placer y del dolor como de un timón para dirigir a la infancia.

La causa de la conducta animal es simple, pero en el hombre es compleja, pues el deseo y la razón no siempre están de acuerdo. Apetito y razón nos acompañan desde el nacimiento, y son los dos caracteres por los que definimos lo que es natural.

Es completamente distinto vivir de acuerdo con la razón o con las pasiones. Por eso, de cara a los hábitos, es importante acostumbrarse a disfrutar con los placeres convenientes, y rechazar los inconvenientes. Esto tiene una importancia enorme, ya que todos los hombres persiguen lo agradable y rehuyen lo molesto.

Por naturaleza se desea el bien, y en contra de la naturaleza y por perversión se desea el mal. La corrupción y la perversión tienen siempre origen en el placer y en el dolor, porque el hombre está hecho de tal manera que lo agradable le parece bueno, y lo más agradable mejor, mientras que lo penoso parece malo, y lo más penoso, peor.

El hombre íntegro se complace en las acciones virtuosas y siente desagrado por las viciosas, lo mismo que el músico disfruta con las buenas melodías y no soporta las malas.

No debemos pasar por alto estas cuestiones, y más si consideramos que se prestan a grandes controversias. Pues unos dicen que el bien es el placer, y otros, por el contrario, lo consideran vil, pues esclaviza a la mayor parte de los hombres.

Hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen. Y no debemos complacernos en lo vergonzoso, como nadie elegiría vivir con la inteligencia de un niño para disfrutar con lo que disfrutan los niños.

Los placeres son malos cuando hacen al hombre brutal o vicioso. Ese peligro es mayor en la juventud, porque el crecimiento pone en ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la tortura de los deseos violentos.

También muchas de las cosas por las que merece la pena luchar, no son placenteras. Por tanto, ni el placer se identifica con el bien, ni todo placer se debe apetecer.

El placer perfecciona la actividad. Y como la vida es actividad, el deseo universal de placer manifiesta el deseo universal de vivir. Cada actividad es intensificada por el placer correspondiente, y por eso sabe más el que se ejercita en algo con placer. Por ejemplo, son mejores científicos los que disfrutan con la ciencia, y lo mismo ocurre con los artistas, los arquitectos, etc.

Actividades específicamente distintas producen placeres específicamente distintos, que no pueden experimentarse unidos. Así, el aficionado a la literatura es incapaz de prestar atención a una conversación si está leyendo. De hecho, cuando disfrutamos mucho con algo, no hacemos a la vez otra cosa. Por eso, los que comen golosinas en el teatro lo hacen sobre todo cuando los actores son mediocres.

Las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, y lo mismo ocurre con los placeres correspondientes. Pero valoramos los mismos placeres de forma muy diferente, pues las cosas que agradan a unos molestan a otros. En tal caso, la valoración correcta ha de ser la del hombre bueno, y si lo que le parece molesto resulta agradable a alguno, ello no es de extrañar, pues en los hombres hay muchas corrupciones y vicios.

Los animales no son viciosos ni virtuosos, porque no tienen facultad de elegir ni de razonar. Por eso, ser animal no es tan malo como ser vicioso, aunque es más terrible. En el animal no se da corrupción de la facultad superior, pues carece de ella. Es menos dañina la maldad del que tiene menos capacidad de obrar. Y como la inteligencia confiere al hombre una enorme capacidad de acción, un hombre malo puede hacer mil veces más mal que un animal.

Si los poderosos, por no haber gustado nunca un placer puro y libre, se entregan a los del cuerpo, no se ha de pensar por ello que éstos son preferibles: también los niños creen que lo que a ellos les gusta es lo mejor. Y si las cosas valiosas no son las mismas para los niños y para los hombres, es lógico que tampoco lo sean para los buenos y para los malos. Pero el juicio recto sobre el bien y el mal ya hemos dicho que corresponde al hombre virtuoso.

Llamamos templanza al término medio respecto a los placeres. Pero conviene precisar que se refiere sólo a algunos placeres corporales. En concreto, al tacto y al gusto respecto a la comida, la bebida y los placeres sexuales. Se puede considerar el gusto como una forma de tacto, y por eso un glotón pedía a los dioses que su gaznate se volviera más largo que el de una grulla, por atribuir al contacto el placer que experimentaba.

Por tanto, el más común de todos los sentidos, el que poseen todos los animales, es el que origina la falta de templanza. Una falta que se censura con razón, porque se da en nosotros no por lo que tenemos de hombres sino de animales. Así pues, complacerse en estas cosas y buscarlas por encima de todo es propio de bestias. Y si alguien viviera sólo para los placeres del alimento y del sexo, sería absolutamente servil, pues para él no habría ninguna diferencia entre haber naci-do bestia u hombre.

La falta de templanza consiste en buscar el placer donde no se debe, o como no se debe. Es evidente que el exceso en los placeres conduce al desenfreno y es censurable.

Llamamos incontinente al hombre que obra de acuerdo con sus apetitos y contrariamente a la razón. Pero en su conducta no desaparece el dolor, pues aunque se alegra de obtener lo que desea, siente el malestar de saber que obra mal.

No existen personas que no estimen los placeres, porque tal insensibilidad no es humana. Si para alguien no hubiera nada placentero, o fuera completamente lo mismo una cosa que otra, estaría lejos de ser un hombre. Y no hay nombre para tal defecto porque no se da casi nunca.

El hombre moderado es el término medio entre ambos extremos, pues no se complace en la depravación sino que le disgusta. La moderación no busca lo que no debe, y no hace nada en exceso. Cuando faltan los placeres, el hombre templado tampoco se aflige demasiado. Desea moderadamente y como es debido lo agradable y lo saludable, y siempre se deja guiar por la recta razón.

La moderación no se refiere al placer de la vista -salvo en el apetito sexual-, ni tampoco a la música o a los olores. Moderación e intemperancia se refieren sólo a los dos tipos de placeres que también experimentan los animales. Con ellos tienen que ver la embriaguez, la gula y la lascivia.

Muchos consideran involuntarios tanto el amor como algunos deseos e impulsos naturales, porque son poderosos por encima de la naturaleza. Y somos indulgentes con ellos por su capacidad de violentar a la misma naturaleza.

Es mucho más fácil acostumbrarse a los placeres que a los dolores, pero el desenfreno parece más voluntario que la cobardía, porque el dolor se rehuye mientras que el placer se elige. El dolor, además, altera y puede destruir la naturaleza del que lo padece, hasta impedir que sea dueño de sí; el placer, en cambio, no hace nada de esto. Es, por tanto, más voluntario, y por eso es también más censurable.

La palabra templanza es muy apropiada, pues hay que templar o frenar todo lo que aspire a cosas feas y pueda desarrollarse mucho. Esa tendencia es propia de los apetitos, y también de los niños, porque los niños viven según sus apetitos, y en ellos se da por encima de todo el deseo de lo agradable. Un deseo que si no se encauza y somete a la autoridad, llegará demasiado lejos, pues el deseo de lo placentero es insaciable, y alimentarlo significa reforzar la tendencia congénita hasta arrinconar el raciocinio. Por eso, los apetitos deben ser moderados, pocos, y siempre obedientes a la razón. Eso es lo que significa estar encauzados y refrenados. Y lo mismo que el niño debe vivir de acuerdo con la dirección del preceptor, así los apetitos de acuerdo con la razón.

martes, 16 de octubre de 2007

En el último instante

Apasionante tema el que plantea Amalia Quevedo en este libro. El sacrificio de Isaac (¿habría que decir más bien el sacrificio de Abraham?) es, sin duda uno de los pasajes más sobrecogedores de la Biblia. Numerosos pensadores han reflexionado sobre este episodio que no deja a nadie indiferente. La autora comienza el libro con un bello relato –que reproducimos-, escrito por ella misma mucho antes de publicar el libro.

"Si la grandeza de un hombre se mide por la de aquello que ama, por el tamaño de su esperanza, por la talla de su contrincante y por aquél en quien deposita su fe, Abraham es el más grande de todos los hombres"


La víctima

El hijo recordó con claridad meridiana el momento en que su padre le había pedido que lo acompañara. Lo recordó todo con una claridad diáfana, lacerante, deletérea. Recordó incluso un par de detalles insulsos: un rayo de sol que cortó la cara de su padre haciendo parecer su barba aun más blanca y su piel curtida aun más arrugada, y el ladrido lejano, lastimero, de un perro hambriento. Y vio una vez más la sombra que oscurecía la mirada del padre, tan en desacuerdo con sus palabras exaltadas y sus gestos enfáticos.

La leña. .. la leña. El padre descarga el haz de leña sobre los hombros del hijo. Lo hace casi a su pesar, teniendo cuidado de que las puntas de los maderos no pinchen su espalda o sus brazos, apartando las cortezas ásperas para que no le raspen, arrancando con sus propias manos los brotes puntiagudos que pudieran causarle alguna molestia. Una espina escondida muerde la mano del anciano como una víbora, pero al gesto de dolor le sigue una sonrisa triunfal; el padre sabe ahora que sus precauciones no han sido vanas, y se alegra al ver sangrar su mano en lugar de la espalda de su hijo.

El hijo advierte una atmósfera extraña, un clima enrarecido. Su padre ha sido siempre cuidadoso y precavido, pero ahora pone un celo y una concentración extremos en todo lo que hace. Se abisma en cada detalle con una intensidad que no admite fisuras y se entrega a cada minúscula tarea como si el final de sus días pudiera sorprenderlo repitiendo una y otra vez, miles, millones de veces, ese quehacer puntual. Revisa con minucia las cuerdas que mantienen juntos los trozos de leña, repasa el estado de sus cortezas, endereza algún tronco que sobresale, mueve otro sin necesidad alguna, cambia algo de su sitio y lo deja después donde estaba anteriormente, hace y deshace. Su actitud no es sin embargo vacilante ni dubitativa. No es la falta de decisión la que le empuja a obrar así, sino un impulso interior que imprime a todos sus gestos, hasta el más banal, la marca de lo indeleble, de lo definitivo.

El padre parece querer amarrar todas las cosas, atar todos los cabos, hasta el ínfimo, sin dejar ninguno suelto, sin dejar nada a la libertad o a la improvisación. Cada uno de sus movimientos lentos pero firmes -¡deva la impronta de lo irremediable. Al entrelazar los troncos de madera para formar el haz lo hizo como si tejiera con sus manos los hilos del destino de la humanidad. Al derribar el árbol del que obtendría la leña lo abatió con furia, y no se tapó los oídos para no oír su estentórea caída, como hacía siempre, sino que sumó al estruendo un grito que desgarró su pecho y cortó el aire como una sentencia letal. Troceó el tronco y las ramas con ímpetu, y en cada golpe hundió su hacha hasta las entrañas de la tierra.

El hijo tenía miedo. No sabía por qué, pero temblaba. El carácter definitivo, necesario, irrevocable, que habían adquirido todos los gestos y actos de su padre le atemorizaba. Pensó en volver al lado de su madre y refugiarse en su tibia calma, deseó huir de la presencia fragorosa del padre sin dar explicaciones, pero sintió que una fuerza omnipresente y anónima le atenazaba. Una fuerza invisible e inasible como el viento, al que nunca vemos directamente, y de cuya presencia tenemos noticia tan sólo por los objetos que arrastra. Una fuerza qa tan sólo por los objetos que arrastra. Una fuerza que, como el viento, arrebata y dispersa nuestras palabras, y como él nos impide volver sobre nuestros pasos.

El padre camina sin mirar al hijo; tiene la mirada fija en lo alto, en una lejanía imprecisa de la que teme apartarse ya la que se sujeta con firmeza, como si estuviera a punto de caer. Avanza como un arco tenso al que dominara una flecha imantada imposible de vislumbrar. .. imposible de ignorar. El hijo camina tras el padre, arrastrado por la misma corriente, para él más incomprensible. Ambos callan. Por sus frentes cruzan las sombras de innumerables interrogantes, de grandes y pequeñas perplejidades. Al padre le consume un amor tortuoso, un amor cuajado de promesas que se desmigajan y dispersan como la arena de la playa...; al hijo le atormenta una sospecha incipiente, un temor vago, imposible de desechar.

El camino es largo y el silencio lo hace más largo aún. El hijo se atreve a hacer una pregunta, una sola. El aire se rasga, el corazón del padre también. No hay respuesta a la pregunta del hijo, no existe respuesta alguna a ese interrogante. La vida de cada hombre, la de todos los hombres, desde el primero, no es más que un intento torpe por responder a esa pregunta improbable. Vivimos y morimos para dar respuesta a esa pregunta de apariencia simple. Nuestra muerte quizá no sea más que un pobre amago de respuesta... irrepetible. El padre no ignora que la única respuesta veraz, la definitiva, está reservada al mismo Dios. La última pieza del rompecabezas, la solución final que todo lo explica y aclara, la que confiere cohesión y unidad, no está en las manos del hombre, no lo ha estado nunca. Venimos al mundo para buscar incansables esa pieza sustraída desde siempre, y cada vez que nos acercamos a ella se nos escapa de nuevo. Puede ser que lleguemos incluso a topamos con ella, tal vez a hollarla o pasarla por alto, pero no llegamos nunca a reconocerla, no acertamos jamás a recogerla y ponerla en su lugar. No podemos, no nos corresponde, no nos toca; está reservado a Dios. El anciano lo sabe y no se engaña: «Dios proveerá».

Padre e hijo continúan caminando. El miedo va ganando terreno en el corazón del hijo, que ahora pide al padre el cuchillo. Con ayuda del viejo, en un alto del camino, el joven extrae del fardo de leña un tronco largo y compacto, al que saca punta con el cuchillo, hasta convertirlo en una afilada lanza, cuya posesión le ayudará a adormecer el temor que ya no lo abandona. El hijo camina ahora apoyado en la lanza que apunta al firmamento, como desafiando un designio más arduo que el camino que recorren.

Desde una elevación del terreno, el padre divisa el lugar señalado, la meta inevitable hacia la que han encaminado cada uno de sus pasos. Su respiración se hace aun más pesada; el anciano sorbe el aire como si lo estuviera robando, como si el escueto derecho a vivir... le hubiera sido cancelado. La visión neta del lugar le hace derrumbarse. El padre desearía morir; un dolor lancinante le quema los ojos y las entrañas. Abismado en el sufrimiento, se incorpora y sigue caminando, ajeno a sí mismo y a cuanto le rodea, como una marioneta gobernada por hilos no solamente invisibles, sino... incomprensibles.

Cuando llegan al sitio inhóspito, rodeado de zarzas y abrazado por un firmamento enorme que se abre sobre ellos como si los tuviera a su merced y pudiera tragárselos de un momento a otro, el hijo se deja caer extenuado y se queda dormido empuñando la lanza que ahora apunta hacia un horizonte impreciso.

El padre espera. Pero no, en realidad ya no espera; ha perdido toda esperanza, toda ilusión: simplemente deja pasar el tiempo. La respiración del muchacho se hace lenta y acompasada. El padre querría besarlo, acariciarlo, regarlo con sus lágrimas, y gritar: gritar muy fuerte, a los cuatro vientos, para que Dios tenga que oír su lamento. Pero no puede hacer nada de esto ahora... lo hará después.

Acariciando la cabeza del hijo, el padre le ata un pañuelo alrededor de los ojos. El chico se mueve y gruñe entre sueños, pero no se despierta. El padre le ata ahora los pies con una soga; el muchacho continúa durmiendo. Pero al tomarle el brazo izquierdo para atarle las manos, el joven se despierta bruscamente y se arranca de un tirón, desconcertado, la venda que le cubre los ojos.
El hijo mira al padre que tiene enfrente primero con incredulidad y luego con explosiva consternación. El padre evita la mirada del hijo y empuña el cuchillo. El chico libera sus pies y se incorpora de un salto, presto a defender su vida con la lanza.

Se enfrentan en lucha desigual. Atacan, saltan, jadean, golpean, arremeten, pero no se miran a los ojos. El joven tropieza en una piedra y cae de espaldas; el viejo se viene encima y despliega el brazo que empuña el cuchillo. Pero el joven rueda por la arena, se escabulle y acoraza su pecho con la lanza. El viejo lanza un gemido desgarrador y se abalanza sobre el muchacho, que le evita con agilidad y, dándose la vuelta, le clava la lanza en el costado.

El cadáver del anciano descansa sobre la arena empapada de sangre, traspasado por la lanza de su hijo, por la lanza de madera, uno de los troncos de leña que acarreaba el muchacho. La leña... la leña.

sábado, 13 de octubre de 2007

Grandes pensadores: Aristóteles


El hombre que nos enseñó a pensar

Aristóteles (384-332) fue, sin duda, el fruto intelectual más granado de aquella civilización refinada, especialmente idónea para la filosofía, verdadera «edad dorada» de la cultura humana. Espíritu profundísimo e investigador incansable, no poseyó en tan alto grado las condiciones literarias y poéticas de su maestro Platón, pero supo continuar la obra de éste con un rigor y profundidad que hicieron de su filosofía algo considerado durante siglos como definitivo.

En la primera parte de su vida, Aristóteles pertenece a la Academia, escuela filosófica fundada por Platón que prolongará su vida hasta el siglo VI después de Cristo. Muerto su fundador, Aristóteles sale de Atenas para ocuparse de la educación del hijo del rey Filipo de Macedonia, el que habría de ser Alejandro Magno, unificador de Grecia y conductor de sus ejércitos hasta la conquista de un dilatado imperio. Pero el dominio macedónico y el imperio de Alejandro no representan el apogeo de Grecia, quizá sean más bien el comienzo de su decadencia. El genio griego creó la organización democrática de ciudades independientes, y tal fue el régimen político de sus mejores tiempos. Alejandro no era ya espiritualmente un griego, y su dominio, que introdujo la relación de soberano a súbdito, y su imperio, que sometió a pueblos extraños, representaron la ruina del ambiente griego en sus más originales raíces y precipitaron su fin. Son curiosas las relaciones que el azar dispuso entre el más alto representante del genio griego y Alejandro de Macedonia. En realidad puede que nunca llegaran a entenderse; hablaban lenguajes diversos y la disensión no tardó en surgir.

Obras
Podemos clasificar las obras de Aristóteles en cinco grupos:
a) Escritos de Lógica, agrupadas bajo en nombre genérico de Organon.
b) Escritos de Física y Biología (Aristóteles fue un gran estudioso de la naturaleza)
c) Escritos sobre Filosofía Primera: Metafísica.
d) Escritos de Ética y Política
e) Escritos de estética: Retórica, Poética…

El primer grupo lo podemos considerar con un carácter introductorio, la Lógica, (que él mismo llamó “Organon” o instrumento, instrumento del saber). Es notable el hecho de que esta compleja ciencia de la estructura interna del pensamiento fue descubierta y expuesta casi en su totalidad por Aristóteles, sin que toda la humanidad posterior haya podido añadir otra cosa que leves detalles o aspectos. Toda la minuciosa doctrina de las formas generales del pensamiento (concepto, juicio y raciocinio) con sus clasificaciones, leyes y combinaciones, y toda la teoría de las formas particulares del pensamiento científico (definición, división, método), aparecen en el Organon aristotélico casi en la forma en que son estudiadas hoy mismo.

Pero de más interés nos parece su Metafísica, obra que condensa la concepción aristotélica del ser y prolonga el pensamiento filosófico en el punto en que lo dejamos. Aristóteles dio a este tratado el nombre de Filosofía primera; el de metafísica le advino después, en razón del lugar que ocupaba en su obra, detrás de la física. Esta Filosofía primera es, según su propia definición, la ciencia del ser en cuanto ser, es decir, la ciencia que resulta del tercer grado de abstracción.

Materia y forma

Comienza Aristóteles admitiendo con Platón un universal que es causa de las perfecciones de las cosas, es decir, de que sean esto o aquello. Pero este universal no está para él en un mundo superior y distinto, sino en las cosas mismas, como uno de los principios metafísicos que las constituyen. En la realidad sólo existen para Aristóteles las cosas individuales, concretas, lo que él llama sustancias. Pero estas sustancias realizan, cada una a su manera, un universal o modo de ser general, la esencia, aquello que la cosa es, y cuyo ser comparte con los demás individuos de su misma especie. Así, por ejemplo, sólo existen real y separadamente hombres concretos, diferentes, pero todos realizan el mismo universal hombre, que es su esencia común. Esta individualidad y esta universalidad que se dan unidas en las cosas materiales concretas se explican, según Aristóteles, por dos principios físicos, que él llama materia y forma (hylé y morfé, en griego, de aquí el nombre de hilemorfismo que se da a esta teoría). La forma, heredera de la idea platónica, es «un principio universal, causa de las perfecciones específicas de un ser, y origen de inteligibilidad». La forma -hombre, caballo, justicia-, hacen que este hombre, ese caballo, aquel acto justo, sean lo que son: hombre, caballo, justicia. Además, por la forma comprendemos las cosas: comprender algo es, como veremos, a modo de una iluminación de su forma que realiza el entendimiento. Lo que las cosas tienen de puramente individual es incomprensible intelectualmente; el individuo sólo es accesible a la experiencia sensible.

La materia prima es «un principio pasivo, inerte, origen de la individuación». Por la materia los seres se individúan, se hacen esta cosa concreta, diferente, ella misma. La materia no es ya para Aristóteles algo meramente negativo -limitación de ser- como era en Platón, sino un principio o causa del ser que, comunicándose, fundiéndose con la forma, da lugar al ser existente o sustancia.

Un carpintero, por ejemplo, construye mesas de acuerdo con una idea o esquema que posee. La forma de esos objetos será esa idea con arreglo a la que fueron hechos. Si ese carpintero tiene que transmitir a otro la idea de su mesa, con que lo haga una vez, si lo hace bien, será suficiente; la repetición sería prolijidad innecesaria; lo mismo acontece con todas las ideas u objetos inteligibles. En cambio, si lo que debe transmitirse o entregarse son las mesas mismas, aunque sean todas iguales, no dará lo mismo que sea una a que sean cien. Se trata ya de sustancias diferentes, realizadas en materia, individualizadas por ella. ¿Qué es, por tanto, eso que Aristóteles llama materia prima? Si preguntamos al carpintero, nos dirá que «su materia prima» es la madera, y si al herrero, que el hierro; sin embargo, esto no es todavía la materia prima filosófica, porque hierro y madera son también sustancias existentes que tienen una forma, lo que diferencia la madera del hierro. Materia prima será el sustrato común de ambas cosas, un algo indeterminado incognoscible por principio, que, penetrándose con la forma, depara al ser que existe su concreción individual.

Causalidad

Materia y forma son las dos primeras causas del ser, que Aristóteles enumera; explicar un ser –dice- es dar cuenta de las causas que han intervenido en su existencia. Estas son cuatro: causa material formal, eficiente y final. Imaginemos una estatua de Julio César. Podemos decir que depende o es efecto de estas cosas: de la idea de Julio César que el escultor poseía y que imprimió al mármol (causa formal); del mármol mismo, sin el cual no habría estatua (causa material); de la acción del escultor que con su escoplo y su martillo sacó de su indeterminación a la materia (causa eficiente), y del fin que el escultor se propuso al hacer la estatua (agradar a Cesar, ganar dinero, realizar la belleza...) (causa final). A las dos primeras causas les llamó Aristóteles intrínsecas porque actúan desde dentro, penetrándose, para la producción del ser; las otras dos son extrínsecas: la eficiente es la acción-causa impulsiva de que, es capaz el ser ya existente; la final se opera a través de la mente del que obra, que conoce el término de la acción y en vista de él obra por atracción.

Esta causa final no se da sólo, según Aristóteles, en la acción del ser inteligente, sino que también se halla impresa en la naturaleza. La forma de los seres tiende en ellos a su propia perfección, abriéndose paso a través de la limitación, de la imperfección, que le imponen la materia y la individualidad. Por ello, los seres poseen tendencias naturales y unos tienden hacia otros, ya que, así como todos tienen una primera fraternidad en el ser, poseen otras afinidades que los hacen mutuamente perfectibles, por una ley universal de armonía que preside al Cosmos. Unos tienden a su fin ciegamente, como acontece en las afinidades químicas de los cuerpos, por ejemplo; otros instintivamente, como los animales, conociendo su objeto, pero no la razón de apetecerlo; otros, en fin -los hombres-, racionalmente, libremente, conociendo la razón de apetibilidad y pudiendo, al no estar determinados por los objetos mismos, apartarse de su cumplimiento en razón de otros motivos inferiores. De aquí que la finalidad no sea sólo un modo de apetecer y de obrar los seres dotados de conocimiento, sino que está impresa en las formas mismas y en el orden general del Universo.

Potencia y acto

Uno de los problemas no resueltos satisfactoriamente por la filosofía era el del movimiento, esto es, el cambio, la caducidad de las cosas. Para explicarlo acude Aristóteles a otra de sus ideas geniales: la teoría de la potencia y el acto, que es central en su pensamiento.

Parménides no admitía el movimiento, porque oponía el ser al no-ser y rechazaba éste por impensable. Pero entre el ser y el no-ser hay más que mera oposición, hay contrariedad; cabe entre ambos un tercer término; el ser en potencia. Lo que no es todavía, pero puede llegar a ser, la capacidad de ser. La potencia es ser comparado con la nada; no-ser, en comparación con el ser. Pues bien, todos los seres de la naturaleza contienen una mezcla de potencia y acto; poseen un ser actual -acto- y multitud de disposiciones -potencias- que serán, o no, actuadas (realizadas) durante su existencia. El movimiento es, precisamente, el tránsito de la potencia al acto, la actualización de potencias.

Y el movimiento -el cambio- es el modo de existir de todas las cosas naturales por razón de su mismo ser, que es mezcla de acto y de potencias que han de ser actualizadas sucesivamente, en el tiempo. Supuesto que la materia es por sí inerte y no puede moverse a, sí misma, este mundo en movimiento ha de ser movido por un primer motor inmóvil -acto puro-, que es lo que Aristóteles entiende por Dios. Por este camino filosófico llegó Aristóteles al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), acto puro y ser necesario, que tanto se aproxima al Dios del Cristianismo. Alguien le llamó por esto «cristiano preexistente». Claro que el Dios de Aristóteles es sólo un Dios filosófico que nada sabe del Dios personal cristiano, ni siquiera del concepto de creación en el tiempo -pues suponía al mundo existente desde siempre, aunque dependiendo de Dios-, ni mucho menos de la idea de providencia.


Categorías

Procede después Aristóteles a hacer una división del ser en grandes grupos, lógicamente trazados, en los que se distribuya toda la realidad. A esta división dio el nombre de categorías. Ante todo, las cosas se dividen en sustancia y accidente. Es sustancia lo que existe en sí, accidente lo que requiere de otro para existir en él. Así, una mesa, un árbol, son sustancias; pero el color blanco, la bondad, el reír, son accidentes porque no se dan solos, aislados, sino en otro, en algo que es blanco, que es bueno o que ríe. Los accidentes se dividen a su vez en cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, lugar, tiempo, posición y estado. Si a ellos se antepone la sustancia tendremos las diez categorías aristotélicas, que son como grandes casilleros en los que entran todas las cosas. Sírvanos de ejemplo esta frase descriptiva. El gran (cantidad) caballo (sustancia) castaño (cualidad) de Alejandro (relación) está (posición o pasión) comiendo (acción) ensillado (estado) por la mañana (tiempo) en el patio (lugar).

Más allá de estas categorías o géneros supremos de las cosas no se puede alcanzar más que un concepto más general, que los abarca de un modo especial: el concepto de ser. La noción que, según Aristóteles, debe tenerse del ser nos servirá para recapitular sobre el planteamiento que del problema metafísico hicieron Heráclito y Parménides.

Analogía del ser

Según su modo de aplicarse, un término (que es la expresión del concepto) puede ser unívoco, equívoco o análogo. Unívoco es aquel término que se emplea siempre en el mismo sentido; cuando digo reloj, por ejemplo, significo siempre lo mismo. Es equívoco, en cambio, aquel otro que se emplea en sentidos totalmente diversos. Así, el término vela, que puede aplicarse a la vela de un barco o a una bujía de cera. Es análogo, en fin, aquel que se refiere a cosas diversas, pero no totalmente heterogéneas, sino derivadas de una significación original. El término alegre, por ejemplo, si lo aplico a un paisaje quiero decir que produce alegría; si a un rostro, que expresa alegría; si a un carácter, que es alegre;
cosas todas diversas, pero emparentadas entre sí, análogas.

Pues bien, la noción de ser no debe concebirse como unívoca ni como equívoca, sino como análoga. «Ser -dice Aristóteles- se dice de muchas maneras.» No se dice lo mismo de la sustancia que del accidente, de la potencia que del acto, de Dios que de las cosas naturales. Tampoco se dice de modo totalmente diverso, sino según un principio de analogía. Sólo partiendo de esta concepción se puede, según Aristóteles, superar los primeros y fundamentales escollos del filosofar y salvar la posibilidad de una metafísica que se adapte a la realidad tal como es y contenga así perspectivas de progreso. La concepción equívoca del ser da origen al escepticismo; esto aconteció a Heráclito, que, teniendo ojos solamente para la infinita diversidad de las cosas, no reconocía ningún valor real a los conceptos universales ni, menos, al concepto de ser, y veía en ellos solamente modos artificiosos y equívocos de llamar a las cosas.

La concepción unívoca conduce, en cambio, al monismo (doctrina que admite un solo ser) o al panteísmo. Este fue el caso de Parménides. Reconociendo un solo modo de ser, un concepto de ser unívoco, no podía concebir límite o diferenciación alguna para la variedad de los seres, y hubo de afirmar en consecuencia un solo ser eterno, infinito e inmóvil. Ambas concepciones, que, como dijimos, se traducen prácticamente en un quietismo tan ajeno al espíritu occidental y al griego en particular, se superan en el pensamiento de Aristóteles con esta forma radical de captar el ser que permite su posterior contracción a modos y categorías diversos de ser y de obrar. A la luz de estos principios concibe Aristóteles al hombre, fundamentalmente en su obra De anima, que ya hemos tratado. El hombre es para él una unidad sustancial, no una mera y episódica unión accidental de alma y cuerpo, como en Platón. En su seno supone Aristóteles que hace el alma papel de forma y el cuerpo de materia. No será así posible la preexistencia ni la transmigración de las almas. Esta doctrina de la unión sustancial es, sin duda, la que más responde a los hechos, esto es, a la estrecha solidaridad en que se encuentran en nosotros los fenómenos psíquicos y los fisiológicos.

Etica

La ética o moral de Aristóteles coincide en sus líneas generales con la platónica. El hombre tiende naturalmente a la felicidad (eudemonía), cosa distinta del placer (hedoné), que proponen como fin supremo del hombre las teorías hedonistas. Un hombre puede disfrutar de muchos placeres en su vida y no ser feliz en absoluto, incluso muy desgraciado; y a inversa, puede disponer de pocos placeres y considerarse fundamentalmente feliz. Tampoco estriba el bien supremo en la adquisición de la virtud, porque la virtud es sólo el medio para alcanzar una vida feliz. La felicidad es, en rigor, una repercusión en el alma de lo que para Aristóteles constituye el supremo bien humano: el ejercicio de la más alta y diferencial facultad del hombre, que es el entendimiento. Aristóteles concibe así la felicidad como el momento supremo de la contemplación intelectual: la fruición del comprender, o la prolongación sin límite de ese instante luminoso en que el espíritu entiende o descubre la verdad.

Para alcanzar ese bien supremo se requiere de la virtud, que es a la vez fuerza que potencia a las diversas facultades y tensión armónica entre las mismas. La virtud se manifiesta como un «hábito del término medio», ya que esa tensión y fuerza conduce a un obrar armónico, equidistante de extremos Viciosos. Así, la fortaleza o valor equidista de la cobardía (decadencia del ánimo) y de la temeridad (ánimo no sometido a razón). Aristóteles distingue entre las virtudes éticas, que regulan la vida activa, y las dianoéticas, que rigen la vida contemplativa, superior.

lunes, 8 de octubre de 2007

Grandes pensadores: Platón

La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte, de su condición de filósofo -amante de la sabiduría-, huyó siempre del dogmatismo y del sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito como Parménides. No, no era posible al hombre, renunciar sin más a una de sus dos experiencias inmediatas; la de los sentidos o la de la razón.


Puesto que Platón quiere transmitirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas imágenes (especie de parábolas filosóficas), tratemos de descubrirla en sus dos más conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado.

El primero envuelve su concepción general del Universo y el viejo problema de la "verdadera realidad" del arjé o principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas, materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación armónica de la realidad.

«El alma-dice en el Fedro-es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles-uno blanco y otro negro-regidos por un auriga moderador.» El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encamar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque sólo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

El mundo de las ideas

Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto, que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para Platón, Idea es algo objetivo; significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la mente, con una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas subsistentes del cielo platónico, que es el mundo de las ideas.

Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la materia. «Aquel lugar supraceleste -el lugar de las Ideas- ningún poeta le alabó bastante ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, figura ni tacto, sólo la puede contemplar el puro entendimiento.»

En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro-la pasión-, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco -el ánimo esforzado, noble- y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo y se une a un cuerpo, al que permanecerá adherido como la ostra a su concha. En su nuevo y desventurado estado ha olvidado las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente. Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y sólo percibirá cosas concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan-como el hombre mismo-en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña emoción que nos invade al encontramos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado.

Prende entonces en el alma el eros (amor), que es, para Platón, un impulso contemplativo. De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas». El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por vía de recuerdo (anámnesis).

El mito de la caverna

El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a éstas el nombre de las cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

La explicación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación (mecexis) es fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos en seguida su carácter negativo; son -diríamos- un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la idea caballo yeso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto, temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo, oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales, son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad.


La Etica de Platón

La ética y la política de Platón son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado en un cuerpo es purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales inferiores más alejados del mundo inteligible.

En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto, material. Esta comunidad o Estado es el que se describe detalladamente en la República. Puesto que son múltiples las necesidades de la sociedad, los miembros tienen que organizarse en tres clases: a} los filósofos, que dirigen el Estado; b} los guerreros, que defienden el Estado; c} los productores, que proporcionan los bienes materiales del Estado. El Estado concebido de esta forma es eminentemente aristocrático. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase de la sociedad: a la pasión o apetito inferior, el pueblo, encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia. Esta idea orgánica y estamentaria de la sociedad pasará, como veremos, a la sociedad cristiana de la Edad Media, que se construirá de acuerdo con estos cánones, previamente cristianizados.

viernes, 5 de octubre de 2007

La pedagogía de la admiración

La semana pasada publicábamos un video de ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Recuperamos ahora este sugerente artículo suyo:


En enero de 2003, cierto telediario de gran audiencia destacó que nos hallamos en el primer aniversario de la muerte, por sobredosis, de la cantante Janis Joplin. Se la elogió como la «reina blanca del blues», y, tras recordar que su vida estuvo entregada a toda clase de drogas, se concluyó que había sido «una mujer totalmente libre». ¿Están preparados los jóvenes actuales para descubrir la falta de precisión intelectual que se da en este mensaje televisivo? En caso negativo, no están debidamente formados para vivir en un momento de la historia tan fecundo y tan arriesgado, a la par, como el presente.

En la película de Ingmar Bergman El silencio, una joven le dice a su hermana con aire exultante que tiene relaciones íntimas con un extranjero y, por no saber su lengua ni él la suya, no pueden hablarse. Un joven que oye esto ¿se da cuenta de la actitud ante la vida que ha adoptado esa joven y de los riesgos que implica para ella? ¿Podría sentirse contenta si supiera lo que significa alegrarse por no poder hablar con quien se tiene intimidad corpórea? Si no sé contestar a estas preguntas, voy por la vida con los ojos vendados y no puedo guiar mis pasos con una mínima seguridad.

Esa especie de ceguera espiritual constituye una forma de «analfabetismo de segundo grado», que todos podemos padecer en alguna medida. No saber unir las letras y adivinar lo que dice un escrito es un modo primario de analfabetismo, y debe ser erradicado porque nos deja desvalidos ante la vida. Si sabemos leer y nos hacemos cargo de lo que se nos comunica, tenemos capacidad de informarnos debidamente y saber a qué atenernos en la vida diaria. Pero, supongamos que no somos capaces de penetrar en el sentido de lo que leemos u oímos. Recibimos datos del exterior, pero no logramos descubrir lo que significan para nuestra vida. Captamos su significado superficial, pero no su sentido profundo. Nos enteramos, por ejemplo, de que una joven está eufórica por no poder hablar con su amante. ¿Podemos vislumbrar lo que implica, en el fondo, tal sentimiento? En caso negativo, bien haremos en tomar medidas para superar esa forma de analfabetismo, que nos deja desconcertados en nuestra vida personal y nos impide regir nuestra conducta con cierta seguridad de éxito.

En los últimos tiempos, las clases dirigentes muestran cierto interés en orientar la actividad escolar de tal forma que los alumnos aprendan a pensar bien, razonar con coherencia, decidir de modo equilibrado y realista... Este loable propósito no ha tenido siempre el éxito deseado a causa de un puñado de malentendidos. Se pensó, a menudo, que la formación consiste en «enseñar» valores y creatividad, y se exhortó a los educadores a consagrar tiempo y esfuerzo a tal forma de enseñanza. Pero la experiencia nos advierte a diario que la creatividad y los valores no se «aprenden»; se «descubren». Por tanto, no debemos los mayores reducirnos a «enseñarlos», sino «ayudar a descubrirlos».

Los valores no sólo existen; se hacen valer, proyectan a su alrededor un aura de prestigio. La tarea del educador ha de consistir en acercar a niños y jóvenes a esa área de irradiación de los valores, sugerirles que hagan las experiencias necesarias para descubrir por sí mismos cómo se desarrollan en cuanto personas y qué grandeza están llamados a adquirir si cumplen las exigencias de su ser personal. Adivinar esta grandeza es la tarea de una Pedagogía de la admiración.

En una entrevista televisiva, un joven de 18 años manifestó lo siguiente: «Hasta hace poco yo era totalmente feliz. Adoraba a mi madre, estaba ilusionado con mi novia, me gustaba mi carrera. Pero me entregué al juego de azar y me convertí en un enfermo del juego, un ludópata. Ahora, ni mi madre ni mi novia ni mi carrera me interesan nada. Sólo me interesa una cosa: seguir jugando. Estoy atado al juego. Y lo que más me duele es que empecé a jugar libremente y ahora me veo hecho un esclavo». ¿Le explicó alguien, a tiempo, a este desventurado lo que es el proceso de vértigo o fascinación y el de éxtasis o creatividad? Probablemente no. Ni siquiera la psicóloga que dirigió la entrevista aprovechó la circunstancia para darle una mínima clave de orientación. Pudo haberle indicado, simplemente, que su desgracia comenzó al confundir la «libertad de maniobra» con la «libertad creativa». ¿Algún formador le indicó, a lo largo de sus años de estudio, que existen ambas formas de libertad y que confundirlas anula nuestro desarrollo personal y nos lleva al infortunio? Ese maestro hubiera sido un líder auténtico, un guía que ayuda a conocer las leyes del crecimiento personal y dispone el ánimo para admirarse de la grandeza que adquirimos al movernos en la vida con libertad creativa, libertad para realizar algo valioso, aun a costa de renunciar a valores inferiores. El joven mostró, al hablar, una tristeza infinita. Me hubiera gustado decirle que levantara el ánimo porque le quedaba mucha vida por delante para disfrutar del descubrimiento de la auténtica libertad.

Es muy posible que nadie haya ayudado tampoco a la jovencita de la película El silencio a admirar la riqueza del lenguaje auténtico, el que se inspira en la voluntad de crear vínculos personales. No se benefició de una Pedagogía de la admiración. De haber tenido esa suerte, no sentiría ahora alegría sino profunda tristeza al recluirse en un silencio de mudez, a fin de no crear vínculos con su compañero ocasional.

Necesitamos poner en juego una pedagogía de la admiración o del asombro, no de la coacción; del descubrimiento, no del mero aprendizaje; de la persuasión, no de la transmisión fría. El que aprende lo que es la vida descubriéndola paso a paso, de forma bien articulada, no sólo acaba sabiendo qué ha de hacer para desarrollarse plenamente como persona sino que está bien dispuesto para transmitir ese conocimiento a otras personas de forma persuasiva y convincente. A veces se dice que no se educa a los jóvenes para ejercer la función de padres. La pedagogía del asombro sería un buen camino para ello.

Este método de formación tiene, como sabemos, un noble abolengo. En la famosa Carta séptima, Platón se niega a hacer el resumen de su filosofía que le pedía Dionisio, tirano de Siracusa, porque, a su entender, el conocimiento filosófico no se obtiene acumulando saberes recibidos de fuera, por significativos que sean, sino adentrándose en el análisis profundo de la vida. Te sumerges durante un tiempo en una cuestión, y, después de bracear largamente con las ideas, surge, como por un relámpago, una luz que ilumina tu mente. Esa luz es la filosofía. (Cartas, VII, 314 c, 341 c, d).

En esta misma línea, el gran filósofo alemán J. A. Fichte indica al lector de una de sus obras que procure descubrir por sí mismo lo que él le dé a conocer. De lo contrario, se quedará fuera del mensaje recibido: «Todo lo que se puede hacer ahora por ti es guiarte para que encuentres la verdad, y a esa dirección se reduce lo que una enseñanza filosófica puede aportar. Pero siempre se presupone que eso hacia lo que el otro te conduce lo poseas de veras interiormente tú mismo, y lo mires y contemples. De no hacerlo, oirías narrar una experiencia ajena, de ningún modo la tuya (...)»

Si no vibramos personalmente con las realidades que vamos descubriendo -por iniciativa propia o porque alguien nos guía hacia ellas-, no nos haremos cargo de la grandeza que albergan, no sentiremos la íntima emoción que produce lo valioso y no convertiremos el saber en un principio de excelencia personal. En verdad, como bien advirtió Aristóteles, la admiración es el principio de la sabiduría.